Amante

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Cuando estamos solos no necesitamos palabras. Con sus caricias me recita todos los poemas del mundo, con sus deliciosos besos me cuenta los secretos del universo, y con su amor me revela el verdadero sentido de la vida. Cuando mis labios rozan los suyos, el resto del mundo se apaga, se congela. No existe nada más; las barreras se evaporan, los sonidos se alejan, los miedos se reducen. Solo somos los dos y la pasión que nos consume. Ya nada más importa. Todo mi cuerpo se concentra en esa sensación de placer que inunda, que ahoga, que extasía. No pienso, no evito, no cuestiono, solo siento.

Pero todo en algún momento se termina. Y cuando la danza incesante de lujuria se acaba, cada quien vuelve a su casa, sin mencionar ni una palabra. Al otro día, dos extraños en la fila del banco apenas se miran. Aunque sin querer, en sus mentes broten los recuerdos más ardientes de sus noches secretas; y no puedan evitar esbozar una sonrisa callada y culpable, típica de alguna picardía. Se dirigen a la salida fingiendo no conocerse, pero con la mirada se citan en el lugar de siempre.

Esa era la excitante rutina que mantuvimos, pero el hombre no sabe mantener su palabra. Un día el muy cobarde, entre sollozos, se dispuso a cancelar nuestras sesiones clandestinas. Dijo que su esposa no merecía tantas mentiras, ¿y qué hay de mí? ¿Acaso sería justo lastimarme? No tenía derecho de decidir él solo, el fin de algo que se construyó en pareja. Y yo no podía permitir que la repentina moral de un sinvergüenza, me arrebatara mi estabilidad y entereza.

Le recordaré el delicioso aroma de mi torso, le recordaré la calidez de mis manos, le recordaré la suavidad de mis labios, le recordaré mi voz ahogada cuando estaba extasiada, le recordaré el movimiento de mis caderas, le recordaré mi mirada lasciva, le recordaré su emoción por lo prohibido, y por cada momento vivido, le recordaré el momento exacto en el que sentía que su alma reía. Y si nada de eso funciona... le recordaré porqué me temía.

Una diosa de carne y hueso, que haría vibrar de placer a cualquiera, rechazada por los supuestos valores de un hombre que, lejos de ser un santo, había pecado tanto con ella. Y mientras él estaba feliz con su pareja, ella en un mar amargo se fundía. Pero las historias de delirio y frenesí deben terminar justamente así, y no dejaría que un amor de locura, terminara siendo una olvidada aventura.

Por lo que, planeé mi estrategia terminante, y a una última noche lo llamé suplicante. Accedió, pero con tono cansado y cuando al cuarto preparado entraba, comprendió lo que había pasado. Todo había sido una trampa, sintió el frío del metal atravesar su garganta y todo había acabado. Por mi parte quise ser piadosa, no dejé que en hablar se esforzara, y con mis manos cubrí sus labios antes de que comenzara. Cariño, cuando estamos solos no necesitamos palabras.

Microrrelatos y poemasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora