Capítulo 12

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«La Casa del Sol. Residencia para mayores»: el letrero de madera blanca, con letras pintadas en negro, estaba clavado en el poste de un gran farol, junto a la puerta de rejas de la entrada. La casa era bellísima. Más que una casa, una mansión. Una mansión blanca, tan blanca como una sábana recién salida de una propaganda de jabón en polvo. Jamás había visto un jardín con un césped tan prolijo, ni canteros con las flores tan bien combinadas de acuerdo con su tamaño y su color. En el centro del jardín había una pérgola con rosales trepadores y debajo, cuatro viejitos (tan viejos como los del Rawson) sentados en reposeras de lona blanca, jugando a las cartas alrededor de una mesa también blanca. Lo primero que me pregunté fue cuánto le sacarían a esa gente para pagar tanto lujo. Pensé en Amparito; me habría gustado que estuviera ahí conmigo, pero habíamos quedado en que la primera visita la haría yo sola, como una supuesta estudiante de periodismo que estaba escribiendo la historia de la casona de Caseros y Bolívar. Según lo que pasara en la primera entrevista, veríamos si después aparecía Amparito o no.

La puerta de rejas de la entrada estaba abierta, así que entré; pero ni bien di dos pasos, me salió al encuentro un tipo enorme, joven, musculoso, muy bronceado y todo vestido de blanco, con ropa deportiva y zapatillas. Parecía el enfermero de un hospital neuropsiquiátrico de alguna película de terror.

—¿A quién buscás? —me atajó, con cara de querer ponerme el chaleco de fuerza.

—Buenos días —saludé, sin hacer caso a sus intenciones—, busco al doctor De
Bilbao. Me dijeron que vive acá.

—Sí, vive acá, pero no te va a poder atender. Está enfermo.

—¿No podría hablar con él aunque sea un poquito? —insistí.

—No habla con nadie —me contestó, con gran economía de lenguaje.

—¿Y la esposa…? Sé que trabaja en el geriátrico.

—Sí, ella es la directora, pero tampoco te va a poder atender. Está muy ocupada.

—Bueno, pruebe —le dije. Me había propuesto no tutearlo para hacer la cosa más seria—. Vaya y dígale que una estudiante de periodismo quiere hacerle un reportaje.

Alzó los hombros y las cejas, inclinó un poco la cabeza, como diciendo «Me da lo mismo», y enfiló para la casa.
Decidí esperar unos minutos por si volvía, pero en caso de que no lo hiciera, me metería en la casa por mis propios medios. Mientras tanto, me entretuve mirando a los viejos que jugaban a las cartas debajo de la pérgola de las rosas. Me dieron ganas
de saber qué pasaría si alguien desenvolviera delante de ellos un paquete de medialunas. En eso estaba cuando volvió el patovica.

—La señora De Bilbao dice que por ahora no da entrevistas —afirmó.

—Se trata de una investigación —insistí, con cierto dramatismo—. Dígale, por favor, que necesito hacerle una o dos preguntas, nada más.

Volvió a mirarme con ganas de ponerme el chaleco, pero se contuvo. Suspiró, dijo «Bueno» y se fue. En el frente de la casa había una amplia galería con sillones de mimbre y almohadones blancos; hundida entre los almohadones, dormitaba una viejita casi transparente, con la cabeza echada hacia atrás y las manos sobre la falda. Me acordé otra vez de los viejos del Rawson; salvo el decorado, la situación era la misma. Volví a pensar en las medialunas.

—Dice la señora que pases —anunció el grandote, como haciéndome un favor.
Sonreí con humildad y lo seguí hacia la casa. Tres escalones de mármol
impecables, como recién lavados, separaban el jardín de la galería. El enfermero de película de terror abrió una de las hojas de la gran puerta doble de entrada y me señaló el despacho de la señora. No dijo ni media palabra. Cerró la puerta y me dejó adentro. Me encantó el piso de tablero de ajedrez en blanco y negro, reluciente como un espejo. Igual que afuera, predominaba el blanco: puertas, ventanas, paredes, sillones, cortinas, todo blanco y pulcro como en los avisos de lavandina y detergente.

Octubre, un crimenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora