Capítulo 16

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Al día siguiente, Amparito volvió a llamarme temprano. Se repitió la escena de la mañana anterior: papá y mamá ya se habían ido, mis hermanos y yo dormíamos, sonó el teléfono, nadie se levantó, atendió el contestador, escuché la voz de Amparito, corrí a atender. Me llamó para decirme que habíamos llegado al final de la historia, que teníamos que rematarla de una vez, que por favor fuera al Rawson a la tarde, así planeábamos el remate y a otra cosa. Me pareció que estaba un poco nerviosa, pero no le dije nada porque pensé que a lo mejor eran ideas mías. El desenlace, pensé, solo falta el desenlace. Entonces se me ocurrió que toda esta historia era una novela aburrida, que al principio había sido muy interesante, con el descubrimiento de la carta, el de la casa y sobre todo con Amparito, y también con la investigación de los diarios y el cadáver del Riachuelo, pero que después se había estancado. Y ahora venía un desenlace de lo más aburrido. Si bien yo no sabía qué planeaba Amparito, más o menos me lo podía imaginar.

A las cinco y media de la tarde aparecí en el Rawson con el consabido paquete de medialunas, mejor dicho, con dos paquetes: uno para los viejos del banco y el otro para nosotras. Amparito estaba sentada a la sombra del tilo, con el mate preparado. Ya había terminado con la limpieza del día y lo único que le quedaba era ayudar en la cocina a la hora de la cena; eso, al margen de los imprevistos que pudieran presentarse, siempre relacionados con los viejos: alguno que necesitaba tomar un
medicamento a una hora determinada y había que dárselo puntualmente (ahí corría Amparito, aunque fuera a la madrugada); otro que se encaprichaba y en vez de ir a dormir quería quedarse afuera y se ponía a gritar (¿quién convencía al viejo de que entrara y se dejara de hinchar?: Amparito).

Ni bien me senté en la reposera, me alcanzó un mate y me habló de la marcha que estaba organizando con los jubilados y de otras marchas anteriores, y se preguntó para qué servían y si valía la pena tanto
esfuerzo, y suspiró. Después miró la copa del tilo, su huerta-jardín, donde convivían en buenos términos los tomates y los zapallos con las campanillas azules, los pensamientos y las margaritas; miró a los viejos del banco, que habían puesto el
paquete de medialunas entre los dos y le hacían señas con la mano a otro viejo, invitándolo a compartir la merienda, y volvió a mirar la copa del tilo y más allá

Entonces fue cuando dijo:

—Espero que valga, nomás, porque yo sigo.

La propuesta de Amparito para rematar el asunto, como decía ella, era lo que yo había imaginado; la verdad, creo que era lo único que cualquiera que conociera todala historia podría haber imaginado. La cosa no daba para más. Desenlace aburrido; no
quedaba otra.

Después de charlar un buen rato, acordamos en ir algún día al geriátrico de Beccar y directamente encarar a la esposa del doctor: María del Carmen Lima, sin ninguna duda, para Amparito; con ciertas reservas para mí, a pesar de que ya estaba casi convencida de que era ella. Dimos por hecho, entonces, que la licenciada María de Bilbao era María del Carmen Lima, y coincidimos en la imposibilidad de acusarla, junto con el marido y el hermano, de tres crímenes cometidos más de cuarenta años atrás. El padre de Elena estaba muy enfermo y en su momento su muerte no sorprendió a nadie; tampoco la muerte de Elena resultó extraña; nadie dudó de que fuera un suicidio. Y la de Malú, peor todavía: quedó como una NN, la mujer del Riachuelo, el cadáver que nadie reclamó. ¿Podíamos hacer algo más que enfrentarla y decirle que nosotras sabíamos, que conocíamos la terrible verdad gracias a una carta desesperada que Elena le había mandado a Malú escondida en el ruedo de un vestido?

No; no se podía hacer más. Nadie iba a pagar por esos crímenes, pero al menos ella iba a saber que ya no eran un secreto, que nosotras también lo sabíamos. Estuve a punto de preguntar qué ganábamos con todo esto, pero Amparito me respondió antes de que yo abriera la boca:

—Es lo único que podemos hacer, nena. Y para mí es muy importante. Yo trabajé mucho tiempo en esa casa, creí conocer a esa mujer, pensé que era una buena persona y ahora descubro que es un monstruo. Se lo tengo que decir, ¿entendés? Le tengo que decir que yo sé que es un monstruo. Nada más.

Se quedó mirándome con el mate en la mano, con sus lindos ojos dorados fijos en los míos. Parecía cansada. Siguió:

—Pero vos no tenés por qué enfrentarla. Puedo ir sola. La cosa es conmigo. No te preocupes.

¿Y quién dijo que la cosa no era conmigo también? Desde el principio sentí que Elena me había escrito a mí. Será una locura, no sé. Serán fantasías o lo que sea. O a lo mejor mis hermanos tienen razón y mi gusto por las telenovelas y las películas de misterio me contamina la realidad. Qué sé yo, no importa. Lo que sí tenía reclaro es que la cosa era conmigo también.

Octubre, un crimenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora