Desde que tengo recuerdos, siempre he evocado aquel bosque: los árboles frondosos, los senderos estrechos, los animales, aquel árbol de hojas blancas y las manos de Elizabeth, cargándome contra su pecho mientras caminaba junto a sus padres hacia la casa del bosque.
Toda una vida observando cómo aquel paisaje arbóreo cambiaba con cada estación, cómo las hojas del color del alba flotaban hasta posarse delicadamente en el suelo, dando paso a los lobos árticos que corrían en manada, aullando a la oscura frialdad de la noche. Eran respondidos por el aliento gélido del invierno, que cubría toda la foresta con un espeso manto blanco.
Cada segundo que pasaba, el aliento de Elizabeth se volvía más visible y su naricilla más roja. Era adorable verla envuelta junto a mí en aquella cálida manta de piel que padre había cazado para nosotras. El invierno era mi estación favorita porque Elizabeth pasaba más tiempo conmigo, jugando a tomar el té y creando cientos de historias en su mente infantil.
El bosque se volvía silencioso con la nieve. —La nieve se come los ruidos para llevárselos a la primavera —decía padre. Y cuando el hielo se derretía, devolvía los sonidos a las flores que brotaban, trayendo la vida de vuelta a aquel paraje.
Pero el bosque de invierno tenía sus propios visitantes. No solo el frío, la nieve o los lobos lo recorrían. Había un viajero errante que cada año dejaba sus huellas en los caminos, apareciendo en la misma noche, en la misma fecha.
Envuelto en un abrigo de piel de lobo, con una barba tullida del color de las cenizas, el viajero reflejaba la sabiduría de los años y la experiencia de quien ha visto mucho mundo. Llevaba una gran mochila con lo necesario para sobrevivir a la intemperie. Pero una noche, cuando se avecinaba una tempestad, pidió asilo en nuestra casa.
Cuando cruzó el umbral, el sonido pareció esfumarse. El crepitar de la chimenea cesó y los pasos de la familia se volvieron imperceptibles. Yo fui la única que notó aquella ausencia de ruido. Los demás no parecieron percatarse, fascinados con las historias del viajero sobre sus travesías por las tierras de Gaia.
Mientras madre preparaba la cena con Elizabeth, padre y el viajero charlaban frente al fuego. Al sentirse aceptado, el viajero dejó su mochila junto a la puerta y se acomodó. Yo estaba sentada sobre la mesa, mirando la pared iluminada por la chimenea. Fue entonces cuando el viajero posó su atenta mirada en mí.
Sin prisa, me tomó con delicadeza. Sus manos, curtidas por los años y el viaje, me alzaron para mirarme a los ojos. Durante un largo rato, permanecimos así, observándonos, evaluándonos en silencio. Sentía que sus ojos no solo me veían, sino que entendían que dentro de esta fortaleza de cerámica se escondía algo más.
Entonces, inclinó ligeramente su rostro y, como si el viento me susurrara, dijo:
—Lo estás haciendo bien.
Una leve sonrisa se dibujó en su rostro. Me colocó con cuidado en una silla, de cara a la familia que ya se sentaba a la mesa. Elizabeth me observó por un largo rato, con una expresión de extrañeza.
—Qué raro, madre... Alaya, mi muñeca, parece haber sonreído.
Y aunque la chimenea volvió a crujir y las risas de la cena llenaron la sala, el viajero siguió mirándome de reojo, como si supiera algo que nadie más podía entender.
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Las Leyendas De Gaia
Fantasy"Toda tierra guarda sus leyendas, y Gaia no es la excepción. Este recopilatorio reúne relatos de seres y almas que habitan estas tierras inhóspitas, donde la magia aún respira en cada rincón. A través de los ojos de un viajero errante, las voces de...