El Eco del Subsuelo: El Primer Susurro de la Plaga

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El sol se filtraba débilmente entre las copas de los árboles cuando el viajero errante llegó a la aldea montañosa de los enanos. Allí le esperaba Jimbru, un enano de barbas largas y ojos brillantes, que parecía conocer cada rincón de las montañas y sus secretos. Además, conocía al viajero desde hacía años; eran viejos amigos y sabía que cada vez que pasaba por esas tierras era para buscar más leyendas y relatos, siempre acompañado de cerveza de enanos y la buena compañía de Jimbru.

"Viajero, has llegado justo a tiempo", dijo Jimbru con una sonrisa en su rostro. "Hay una historia que debes escuchar, una leyenda que muchos olvidan, pero que aún susurran entre las sombras de cada grieta de la montaña", dijo mientras lo invitaba a su humilde morada. "La leyenda de los ratones guardianes de la montaña Eryoth."

El viajero, con su libro en mano, se sentó a escuchar atentamente, sabiendo que cada historia podía ser una pieza más en el rompecabezas del mundo, mientras el enano posaba sobre la mesa de madera dos jarras de cerveza. "¿Qué historia no estaría completa sin una buena cerveza?", bromeó el enano de manera jovial bajo su espesa barba rojiza.

Jimbru sonrió y comenzó: "Hace muchos siglos, en las profundidades de la montaña Eryoth, vivía una civilización de ratoncitos. Pequeñas criaturas que construyeron sus hogares bajo la tierra, creando ciudades subterráneas que se extendían por kilómetros. Pero estos no eran ratones comunes; eran guardianes de secretos antiguos. Estas montañas no pertenecieron siempre a mi raza..."

El viajero miró a Jimbru, intrigado. "¿Guardianes de secretos? ¿Qué tipo de secretos? ¿Ratones? Nunca he oído hablar de esa raza."

Jimbru hizo una pausa, sus ojos brillando con sabiduría y algo de misterio. "Eso es lo que nadie sabe. Los ratoncitos no compartían mucho con los humanos ni con otras razas. Eran muy reservados, y las historias sobre ellos se mantenían en las sombras. Sin embargo, hay algo curioso que sucede entre las superficies y sus ciudades subterráneas. Muchas veces, objetos pequeños, joyas, llaves y otros artefactos desaparecen misteriosamente. Los humanos a menudo se quejan de perder cosas sin explicación, sin ningún motivo aparente."

"¿Y qué sucede con esos objetos?", preguntó el viajero, ahora totalmente cautivado por la historia.

Jimbru sacó de su bolsillo una figura de madera, pequeña pero detallada. El ratoncito llevaba una armadura de madera y metal, con placas robustas que cubrían su torso y hombros. En el centro de su pecho, en las placas de protección, estaba grabado el símbolo de una montaña, representando su deber como guardián. A su lado descansaba una espada corta de empuñadura tallada. Su casco, también de madera, llevaba una franja metálica en la frente. La figura emanaba la esencia de la armonía entre la naturaleza y la protección de los secretos de la montaña.

El enano dejó la talla en la mesa frente al viajero y, con una sonrisa, continuó su relato.

Mientras Jimbru hablaba, el viajero sintió cómo el aire en la habitación se volvía más pesado, como si las palabras del enano tuvieran el poder de hacerle percibir un cambio en su entorno. Un susurro lejano, un murmullo apenas perceptible, empezó a llenar la sala. Los sonidos de la naturaleza afuera parecían desvanecerse, y por un instante, el viajero pudo imaginarse dentro de los túneles de la montaña, rodeado de oscuridad, donde los pequeños ratoncitos caminaban sigilosamente entre las sombras, tan cercanos, pero a la vez tan lejanos.

Y así fue como, por fin, pude verlos.

El sonido de un correteo desesperado se filtraba por el estrecho túnel subterráneo, rebotando contra las paredes irregulares.
Una diminuta figura, ligera y veloz, zigzagueaba entre las sombras, esquivando raíces y rocas como si su vida dependiera de ello. Detrás, un torbellino de cuerpos peludos se precipitaba sin orden ni razón. Las ratas, ciegas de furia, se empujaban y aplastaban entre ellas, arrastradas por el hambre y un instinto de caza. Chocaban contra los muros, rasgándose unas a otras con sus garras y dientes, pero no se detenían.

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