El último recuerdo

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El olvido es como una flor en su etapa más hermosa, donde sus colores brillan con la intensidad de la primavera, como la primera sonrisa de un recién nacido al ver los ojos de su madre. Sin embargo, si no existe una conciencia que guarde esos destellos en la mente, serán consumidos por ella misma, desvaneciéndose lentamente hasta quedar solo la sombra de un pasado que fue.

Al norte de las tierras de Gaia se extiende una cordillera conocida por los habitantes como "Los Picos Sempiternos". Todo aquel viajero que desee visitar las ciudades del Norte tiene un único camino para cruzarla. Aun así, la senda serpentea entre las rocas, mientras las imponentes montañas se alzan como vigilantes eternos. Muchos que desafiaron el corazón helado de Gaia encontraron allí su tumba.

Sin embargo, los pocos afortunados que, guiados por la emoción, se desviaron de la ruta segura y regresaron, cuentan una historia en común: la voz de la montaña.

Uno de ellos relató lo siguiente:

"Durante la tempestad, mis ojos no conseguían ver ni mis propias manos, aunque las tuviera frente a mí.

Mantener los ojos abiertos era un suplicio; los copos de nieve caían como cuchillas y mis pestañas, unidas por el hielo, se cerraban pesadamente. Incluso respirar era doloroso. El aire helado penetraba en mis pulmones, y podía sentir la escarcha formándose en mi interior, clavándose como esquirlas cada vez más grandes, haciendo de cada aliento una tortura necesaria para sobrevivir. Mi vitalidad se escapaba con cada paso que hundía en la nieve.

No sé cuánto tiempo estuve andando. Quizá horas, quizá minutos. Todo se sentía igual. Pero en medio de la tormenta, una voz se alzó.

¿Estaba alucinando? Pero no, la escuchaba. Tan clara como te escucho a ti, viajero, tan nítida como veo tu barba gris.

Cantaba. No entendía la lengua, pero aquel trino cántico, resonando entre las rocas y la nieve, era lo más hermoso que había oído. En ese instante, el frío se volvió pasajero. Mi mente voló a mi hogar. Me vi acostado en mi cama, y la luz del amanecer me despertó. A través de la ventana, observé el manzano del jardín, donde dos pájaros entonaban su canto hacia el cielo.

Cuando recobré el sentido, me encontré frente a una gran pared de hielo que detuvo mis pasos. Era infinita ante mis ojos, pero de un momento a otro, una reja creada por el mismo hielo se formó.

Las barras de la reja eran delgadas pero resistentes, como si el hielo hubiera sido forjado por una mano invisible con una precisión imposible. Me acerqué, dudando si tocar aquel umbral helado. Al colocar mi mano sobre una de las barras, un suave temblor recorrió el hielo y, como respondiendo a mi presencia, la reja comenzó a abrirse lentamente, emitiendo un crujido bajo que resonó por la montaña.

Tras la reja, un sendero cubierto de escarcha se extendía hacia una cueva iluminada por una luz azulada que palpitaba como un corazón latente. La voz, aquella que había escuchado en la tormenta, volvió a entonarse, más clara, más cercana.

La cueva me llamaba, y aunque el miedo quiso aferrarse a mis pies, algo en aquella melodía me impulsó a continuar.

Con paso lento, crucé la reja y me adentré en el sendero de hielo, dejando atrás la tormenta que rugía al otro lado de la pared.

Al cruzar la entrada de la cueva, me encontré ante un paisaje imposible: un jardín oculto en el corazón de la montaña. Flores de colores inimaginables crecían en medio de la escarcha, y sus pétalos emitían un leve resplandor. La luz azulada que había visto desde fuera emanaba de una fuente central, rodeada por árboles de hojas plateadas.

El aire era cálido y perfumado, tan distinto del frío mortal que había dejado atrás. A medida que avanzaba, la voz se transformó en un suave murmullo que parecía venir de todas partes a la vez. Sentí que no estaba solo. Las flores se inclinaban a mi paso, como si el jardín entero me diera la bienvenida.

Fue entonces, al girar la vista hacia un claro en el extremo del jardín, donde la figura femenina emergió entre las sombras de los árboles. Era etérea y hermosa, de una belleza imposible de describir con palabras conocidas por los hombres. Parecía casi divina, como si su existencia perteneciera a un reino más allá de la comprensión mortal. Estaba desnuda, pero su presencia no evocaba deseo sino veneración, como si la pureza de su ser trascendiera lo terrenal. Su canto se hizo más evidente, y sus palabras flotaban como susurros entre los pétalos.

Se acercó lentamente a mí y posó su mano en mi mejilla. En ese instante, todo se apagó.

Cuando desperté, no recordaba mi nombre ni mi hogar. Todos los recuerdos de mi vida anterior se habían esfumado, como hojas llevadas por el viento. Solo quedaba aquel jardín y su presencia, grabados en mi alma. Siento que lo que fui antes de aquel día ahora pertenece al jardín, como si cada instante vivido fuera parte de sus flores y raíces, custodiado por la figura que me encontró en la tormenta."

Las Leyendas De GaiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora