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Supongo que no necesito explicar el efecto que aquel proceder causó en mi exaltado ánimo.
Después de haberme examinado de aquel modo, quizás durante un cuarto de hora, el bello objeto de mi pasión se dirigió al caballero que se hallaba a su lado, y mientras hablaba con él, me percaté claramente, por las miradas de ambos, de que se referían a mí. Al término de la breve conversación, Madame Lalande giró nuevamente hacia el escenario, y pasaron unos minutos en que pareció muy interesada en la representación. Sin embargo, luego de unos momentos, mi emoción aumentó terriblemente, al verla ajustar una vez más los anteojos que pendían de su cintura, mirarme cara a cara, como había hecho antes, y sin hacer caso de los murmullos de la gente, inspeccionarme de arriba a abajo, con la maravillosa compostura que ya había deleitado y turbado mi alma.
Aquella actitud me sumió en un intenso delirio de amor, y sirvió más para enardecerme que para desconcertarme. En la loca intensidad de mi pasión, lo olvidé todo, menos la presencia de la majestuosa belleza que tenía ante mi. Esperé la oportunidad, y cuando me pareció que el público estaba completamente distraído por la representación, atraje la mirada Madame Lalande, y le dirigí un ligero pero inequívoco saludo.
Ella se ruborizó, miró hacia otro lado y después, lenta y cautelosamente, observó en torno a sí, para comprobar si mi temerario gesto había sido notado y a continuación se inclinó hacia el caballero que estaba junto a ella.
Entonces me di cuenta perfectamente de la incorrección que acababa de cometer, y no esperé nada menos que una inmediata explicación, a la vez que, por mi cerebro, pasaba rápidamente la visión de unas pistolas a la mañana siguiente.
Sin embargo, a continuación me sentí muy aliviado, al ver que la dama le entregaba al caballero el programa de la función, sin decirle una sola palabra.

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