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Los agentes quisieron que los acompañara en su revisión, y fueron examinando hasta el último rincón de la casa. Por tercera o cuarta vez bajaron al sótano, lo cual no me alteró en lo más mínimo. Como en de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí el sombrío lugar de punta a punta, crucé los brazos sobre el pecho y me paseé indiferente de un lado a otro. Plenamente satisfecha, la Policía se disponía a abandonar la casa, pero era demasiado intenso el júbilo que yo experimentaba para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra, una palabra tan solo, a modo de triunfo, y hacer doblemente evidente la convicción de mi inocencia. 

-Señores -dije, cuando los agentes subían la escalera-, es para mí una gran satisfacción haber desvanecido sus sospechas. Les deseo a todos ustedes buena salud... Vuelvan a verme. Tienen ustedes aquí una casa muy bien construida... -Apenas sabía lo que hablaba en mi desatinado afán de decir algo-. Puedo asegurarles que ésta es una edificación excelente. Estos muros... ¿Cómo? ¿Se van ustedes, señores? Estos muros están edificados con una gran solidez...

Entonces, en una fanfarronada imbécil, golpeé con fuerza con mi bastón, precisamente sobre la pared tras la cual yacía mi esposa.

¡Ah, que Dios me proteja y me libre de las garras del demonio! Apenas se hundió en el silencio el eco de mis golpes, una voz respondió desde el fondo de la tumba. Era primero una queja velada, entrecortada como el sollozo de un niño. Después se convirtió en un gemido prolongado, sonoro y continuo, infrahumano; un alarido mitad de horror y mitad de triunfo, como solamente podría brotar del infierno. Me sentí desfallecer y, tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Los agentes se detuvieron un instante en los escalones. La 

Narraciones Extraordinarias.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora