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-Miré y en el carruaje que avanzaba hacia nosotros lentamente, calle abajo, iba sentada la deslumbrante dama de la ópera, acompañada por la señorita que estaba con ella en el palco.
-La que va a su lado también es elegantísima -comentó el primero de mis amigos.
-Es asombrosa. Su aspecto aún es magnífico, pero no olvidemos que el arte obra maravillas. Parece más atractiva que hace cinco años, cuando la vi en París. ¿No le parece a usted, Simpson?
-¿Todavía? -pregunté asombrado-. ¿Y por qué no habría de serlo? Comparada con su amiga, parece una lámpara de aceite junto a una estrella de la tarde, una mariposa de luz comparada con Antares.
Uno de ellos rió a carcajadas, y luego dijo: -Simpson, tiene usted el maravilloso don de hacer descubrimientos... y por cierto, muy originales.
A continuación nos separamos, en tanto que otro principió a canturrear un alegre vaudeville, del que solo capté estos versos:
-¡Ninon, Ninon, Ninon, á bas!
Á bas Ninon de L'Enclos!1
Durante aquella escena, huno algo que me reconfortó, aunque avivó aún más la pasión que me consumía. Al pasar el coche de Madame Lalande junto a nuestro grupo, noté que ella me había reconocido, no solo esto, sino que me favoreció con la más exquisita de todas las sonrisas imaginables.
En cuanto a ser presentado a ella, tuve que abandonar toda esperanza; al menos durante el tiempo en que Talbot se le ocurriera permanecer en el campo.

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1. ¡Ninon, Ninon, Ninon, abajo!
¡Abajo Ninon de L'Enclos!

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