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Y ahora, procure el lector formarse una idea de mi asombro, de mi fantástico asombro, de mi delirante arrebato del alma, cuando luego de mirar furtivamente en rededor, dejó ella que sus ojos resplandecientes se posaran en los míos, y con una sonrisa que descubría las blancas perlas de sus dientes, hizo dos claros aunque leves movimientos afirmativos con la cabeza.
No vale la pena que insista acerca de mi dicha, de mi arrobamiento. Si alguna vez enloqueció un hombre por exceso de felicidad, ese hombre fui yo en aquellos momentos. Amaba. Era mi primer amor..., un amor supremo, indescriptible. Era un amor por flechazo, y por flechazo también era apreciado y correspondido.
¡Sí, correspondido! Cómo iba a dudarlo ni un solo instante. Qué otra interpretación podía dar a aquel proceder por parte de una mujer tan bella, rica, refinada, con educación superior, con tal elevada posición social, tan respetable en todo sentido, como era Madame Lalande. Sí, ella me amaba, correspondía al impulso de mi amor con otro impulso tan ciego, tan firme, tan desinteresado, y tan incondicional como el mío. Estas deliciosas fantasías quedaron interrumpidas por la caída del telón. El público se puso se pie, y acto seguido se produjo el habitual bullicio. Dejé precipitadamente a Talbot, y empleé todos mis esfuerzos para abrirme paso y colocarme los más cerca posible de Madame Lalande. No habiendo podido lograrlo a causa de la muchedumbre, tuve que renunciar a mi persecución, y dirigí los pasos hacia mi casa. Consolé mi decisión con el pensamiento de que a la mañana siguiente sería presentado a ella en debida forma, gracias a los buenos oficios de mi amigo Talbot.
Finalmente amaneció, tras una larga noche de impaciencia. Y entonces las horas, hasta la una, fueron pasando con lentitud desesperante.

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