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Mi cabeza no estaba funcionando en ese momento. Tenía que enseñarle unas cosas a la señorita Manoban antes de que se fuera, tenía unos documentos que tenía que firmar, pero sentía como si estuviera caminando por arenas movedizas, la conversación con mi padre dándome vueltas sin parar en la cabeza. Cuando entré en el despacho de mi jefa me quedé mirando los papeles que llevaba en las manos, dándome cuenta de todas las cosas que tenía que organizar ese día: boletos de avión, alguien que se ocupara de mi correo, tal vez la contratación de un trabajador temporal para el tiempo que estuviera fuera. Pero ¿Cuánto tiempo iba a estar fuera?

Me di cuenta de que la señorita Manoban estaba comentando algo (en voz alta) en mi dirección. Pero ¿Qué estaba diciendo? Apareció en mi visión y oí el final de lo que decía:

—... apenas está prestando atención. Dios, señorita Park, ¿es que necesito escribírselo?

—¿Podemos dejar este jueguito por hoy? —le pregunté cansada.

—El... ¿el qué?

—Esta rutina de jefa gilipollas.

Ella abrió mucho los ojos y frunció el ceño.

—¿Perdón?

—Me he dado cuenta de que te encanta ser una cabrona de las que hacen historia conmigo, y reconozco que es algo sexy a veces, pero llevo un día terrible y de verdad te agradecería que simplemente te limitaras a no hablarme. A mí —estaba a punto de echarme a llorar y sentía una presión dolorosa en el pecho—. Por favor.

Parecía que alguien le hubiera deslumbrado con unos faros, mirándome fijamente a la vez que parpadeaba. Por fin dijo:

—¿Qué ha pasado?

Tragué saliva, arrepintiéndome de mi subida de tono. Las cosas siempre iban mejor con ella cuando conseguía mantener la compostura.

—He reaccionado mal cuando me ha gritado. Discúlpeme.

Ella se levantó y empezó a caminar hacia mí, pero en el último minuto se detuvo y se sentó en la esquina de su mesa, jugueteando incómoda con un pisapapeles de cristal.

—No, quiero decir que ¿por qué llevas un día tan horrible? ¿Qué está pasando? —su voz era muy suave y nunca le había oído hablar así aparte de en los momentos de sexo. Esta vez hablaba en voz baja y no era para mantener en secreto la conversación, parecía realmente preocupada.

No quería hablar con ella de aquello porque en parte esperaba que se burlara de mí. Pero una parte mayor estaba empezando a sospechar que no lo haría.

—Le han hecho unas pruebas a mi padre. Tenía problemas para comer.

La señorita Manoban se puso seria.

—¿Comer? ¿Es una úlcera?

Le expliqué lo que sabía, que era algo que había empezado de repente y que las primeras pruebas mostraban una pequeña masa en el esófago.

—¿Puedes ir a casa?

Me la quedé mirando.

—No lo sé. ¿Puedo?

Ella hizo una mueca de dolor y parpadeó.

—¿Tan cabrona soy en realidad?

—A veces —me arrepentí inmediatamente, porque no, nunca había hecho que me hiciera pensar que me impidiera acompañar a mi padre enfermo.

Asintió y tragó con dificultad mientras miraba por la ventana.

—Te puedes tomar todo el tiempo que necesites, por supuesto.

—Gracias.

Me quedé mirando al suelo, esperando que continuara con la lista de tareas del día. Pero el silencio llenó el despacho. Podía ver por el rabillo del ojo que había vuelto a girarse y ahora me miraba.

—¿Estás bien? —dijo en voz tan baja que ni siquiera estaba segura de haberlo oído.

Pensé en mentirle para acabar con aquella conversación tan extraña. Pero en vez de eso le dije:

—La verdad es que no.

Estiró la mano y me la metió entre el pelo.

—Cierra la puerta del despacho —me pidió.

Asentí, un poco decepcionada por que me echara de esa forma.

—Le traeré los contratos del departamento legal...

—Quería decir que cierres la puerta pero que te quedes.

Oh.

«Oh».

Me volví y caminé por la gruesa alfombra en completo silencio. La puerta del despacho se cerró con un sonoro clic.

—Pon el pestillo.

Giré el pestillo y sentí que se acercaba hasta que noté su respiración cálida en la nuca.

—Déjame tocarte. Déjame hacer algo.

Ella lo había entendido. Sabía lo que podía darme: distracción, alivio, placer ante esa oleada de dolor. Yo no respondí porque sabía que no necesitaba hacerlo. Había ido a cerrar la puerta después de todo.

Pero entonces sentí sus labios apretándose suavemente contra mi hombro y subiendo por mi cuello.

—Hueles... tan bien —me dijo soltándome el vestido donde lo llevaba atado detrás del cuello—. Siempre se me queda tu olor impregnado durante horas.

No dijo si eso era algo bueno o malo y yo me di cuenta de que no me importaba. Me gustaba que oliera como yo cuando ya no estaba.

Cuando bajó las manos hasta las caderas, me volví para mirarla y ella se inclinó para besarme en un solo movimiento fluido. Esto era diferente. Su boca era suave, casi pidiéndome permiso. No había nada de indecisión en el beso (nunca había nada de indecisión en ella), pero ese beso parecía más un gesto de cariño y menos la señal de una batalla perdida.

Me bajó el vestido por los hombros y cayó al suelo. Ella se apartó un poco, dándome solo el espacio para dejar que el aire fresco de la oficina me refrescará la piel.

—Eres preciosa.

Antes de que pudiera procesar la forma tan suave en que había dicho esas nuevas palabras, ella puso una sonrisita y se inclinó para besarme a la vez que me agarraba las bragas, las retorcía y las rompía.

Eso ya era habitual.

Bajé las manos hasta sus pantalones, pero ella se apartó negando con la cabeza. Metió la mano entre mis piernas y encontró la piel suave y húmeda. Su respiración se aceleró contra mi mejilla. Sus dedos, no sabía cómo, eran fuertes y a la vez cuidadosos, y le salían palabras sucias con voz profunda: me decía que era preciosa y muy guarra. Me decía que era una tentación y cómo la hacía sentir.

Me dijo cuántas ganas tenía de oír el sonido que hacía al correrme.

E incluso cuando lo hice, boqueando y agarrándome a su espalda con fuerza, lo único que podía pensar era en que yo también quería tocarla. Que quería, igual que ella, oírla perderse en mí. Y eso me aterraba.

Ella sacó los dedos, rozando con ellos mi sensible clítoris al hacerlo, y se estremeció involuntariamente.

—Lo siento, lo siento —me susurró en respuesta, besándome en la mandíbula, la barbilla, los labios...

—No lo sientas —le dije apartando la boca de la suya. La repentina intimidad que me ofrecía, además de todo lo que había pasado ese día, era muy desconcertante, demasiado.

Apoyó su frente contra la mía durante unos segundos antes de asentir una sola vez. Me sentí devastada de repente porque me di cuenta de que siempre había asumido que ella tenía todo el poder y yo ninguno, pero en ese momento supe que podía tener tanto poder sobre ella como quisiera. Solo tenía que ser lo bastante valiente para ejercerlo.

—Me iré de la ciudad este fin de semana. Y no sé cuánto tiempo estaré fuera.

—Bueno, entonces vuelva al trabajo mientras aún está aquí, señorita Park.

No soporto a mi jefa - Chaelisa G!PDonde viven las historias. Descúbrelo ahora