-¿Qué te gusta? Además de tomar fotografías, claro-preguntó.
-Mmm… bueno, la lluvia, oír cómo cae y golpea el techo-musité.
-Eso es relajante… y realmente bello.
-¿Y a ti? Además de la música.
-Bueno, soy un poco intrépido, me encanta ir de aquí para allá, ya sabes, por eso me gusta viajar; ir por todo el mundo sería fantástico-la emoción brillaba en sus ojos haciéndolos lucir realmente encantadores.
-Egipto-dije.
-¿Disculpa?
Me reí.
-Egipto es el lugar al que me gustaría ir, suena algo loco pero… no sé, está tan alejado de todo esto que sería ese el lugar perfecto para escapar de mis problemas.
-Wow… eso, suena bien.
-Hubiera deseado tener las posibilidades de haberlo hecho cuando mis padres…-me quedé a la mitad de la frase, sintiendo de pronto algo que me raspó el pecho.
-¿Cuándo tus padres…?-inquirió.
-Murieron…-musité.
Su expresión cambió, aquella bella y deslumbrante expresión de galán de pantalla fue sustituida por una cara de total ternura.
-Oh… lo siento mucho-su consuelo me hizo sentir inexplicablemente mejor- ¿Quieres contarme o prefieres no hablar del tema?
Me quedé en silencio un rato, y luego de mi boca comenzaron a salir las palabras sombrías.
-Murieron en un accidente automovilístico. Un idio’ta conducía ebrio y se pasó la luz roja… mis padres fueron los que rindieron cuentas a la muerte-la voz se me quebró, hablar de aquello no me era tan fácil-. Tres años de eso y aun me duele bastante-admití, con un hilo de voz-. Hubiera deseado ir yo con ellos para morir también-mascullé.
-Oye-se paró delante de mí e interrumpió mi caminar, me hizo también alzar la vista para mirarle, su rostro estaba serio-, no digas eso-me dijo-. Las cosas suceden por alguna razón, si tú estás aquí ahora con vida es porque Dios quiere que lo estés.
En sus ojos había una dulzura que no me había topado desde que mis padres me daban mis presentes de cumpleaños o navidad, y que inexplicablemente me invadía todo el fuero interno y me daba una paz eficaz. Ese par de ojos almendrados en los que ahora me reflejaba me sacudieron el corazón y la tristeza que había en él, se alejó.
-Gracias-murmuré.
-¿Estás mejor?-preguntó- Lamento haberte hecho hablar de eso.
Cada que él me preguntaba aquello, no podía siquiera pensar en algún adjetivo negativo, no mientras tenía sus ojos verdes reflejándome a mí.
-Estoy… bien-sonreí.
-Bueno, démonos prisa, supongo que mueres de hambre; pero antes prométeme algo-levantó una de sus cejas y la expresión divertida volvió a su bello rostro.
-Dime.
-No estarás triste hoy, yo no lo permitiré-me dijo y enterneció cada célula dentro de mi cuerpo.
Sonreí.
-Prometido-musité.
Su sonrisa apareció en aquel rostro angelical y mi corazón se aproximó a mi pecho.
-Genial, entonces vamos-se colocó a mi lado de nuevo y me hizo caminar junto con él.
Rydel era muy, pero muy afortunada. Ahora sí que le tenía envidia.
Seguimos caminando y tras unos minutos, me mostró un pequeño restaurante propio de un hotel, y con mis torpes ojos y mi casi nulo aprendizaje del idioma italiano pude entender un letrero en la parte superior de la verde lona que decía Bonvecchiati. La primera reacción de mi cuerpo fue la sorpresa, aquel establecimiento era muy bello y parecía de verdad costoso.
-Te encantará la comida, ya verás-me dijo, con el entusiasmo palpable en su voz.
-Mmm… no es un poco ¿caro?-pregunté, terriblemente avergonzada ya que no contaba con mucho dinero italiano en mi bolsillo.
-No encontrarás mejor restaurante que este, anda, ven. No te preocupes por el dinero-me sonrió y me tomó del brazo, algo que me erizó la piel allí en donde él la estaba tocando, haciendo que una vibra recorriera mi espalda.
Me jaló hasta allí y habló en italiano al mozo quien luego de unos segundos nos acomodó en una mesa cerca de la orilla de la terraza, en donde debajo corría un canal de agua.
Me senté en la silla que el mozo recorrió para mí y luego Ellington tomó su asiento enfrente de mí. El mozo, un sujeto calvo y refinado nos dio un par de menús y se retiró; inmediatamente hice un mohín al no entender nada en aquella carta color tinto.
-¿Qué quieres?-me preguntó Ellington, amablemente.
Mi mirada revoloteó una vez más por la carta ininteligible y la expresión de confusión saltó a mi rostro. La entonada carcajada de Ellington rebotó en mis oídos con ese encanto inspirador propio.
-¿Qué tal si pedimos lasaña? ¿Te gusta?-inquirió.
-Sí-me sentí tonta y avergonzada y puse la carta del menú sobre la mesa, junto a la que Ellington también había dejado.
Ordenó en italiano al mozo que de nuevo se había acercado y desvié mi atención hacía las aguas del canal que se abría paso debajo de nosotros por todo el largo de la calle.
-Grazie mille-la inconfundible voz de Ellington me hizo voltear a mirarle y mientras le agradecía al mozo, escruté su bello rostro.
Sus ojos poseían un brillo especial, un brillo que opacaba ferozmente al fulgor de las estrellas y seguramente las hacía ponerse celosas; ya que este resplandor que sus ojos soltaban era tan bello y delicado y por supuesto, capaz de iluminar a toda una ciudad en tinieblas, también. Sus labios rosados parecían el cojín de plumas bordado en seda de alguna realeza y al estirarse, formaban una bellísima sonrisa de ensueño, como la de un niño tatuada en la cara de un galán de revista. Su rostro era perfecto con ese tapiz de piel clara como las perlas, todo perfectamente proporcionado.
-¿Tengo algo?-preguntó y me hizo aterrizar.