Chalco permaneció en casa de Emérita y Alberto como un infiltrado con autorización. Estaba estresado de no hacer absolutamente nada, de estar refugiado, de estar escondiéndose de todo, literalmente, el mundo, a excepción de los dueños de la casa. Tenía no una sed de agua, sino tenía una sed de licor, una sed adictiva a esa bebida alcohólica que se resbalaba por su garganta cada vez que daba un sorbo a su copa de jerez, haciendo resonar un sonidillo muy agradable y plácido producto del movimiento de los cubitos de hielo.
Tuvo que dejar las camisas blancas manga larga, los sacos, los pantalones formales, y las corbatas coloridas que siempre solía usar en ocasiones especiales, al igual que sus zapatos negros. Aquellos trajes ya no los iba a usar más, pues no los necesitaba por el momento.
—¿No hay una bebida, mujer? —preguntó el Mestizo, guardando impaciencia y desesperación de no haber probado licor por casi un mes de su estadía en Nuevo Chimbote. Tener bebida a su disposición era una costumbre suya. La preocupación le hacía beber licor; la ansiedad le hacía beber licor, la alegría le hacía beber licor, el enojo le hacía beber licor, la desesperación, también. Bebía por todo.
Emérita negó con un leve movimiento de cabeza, con un gesto, además, de disculpa, algo que, en efecto, no tenía por qué hacerlo. Luego agregó:
—¿Quiere cervecita?
—Si fuese tan amable, por favor, bella mujer.
Emérita se sacó el mandil que utilizaba siempre en la cocina, y fue al cuarto en busca del dinero que había guardado muy egoístamente; dinero que se le había sido dado por los dos señores robustos el día que trajeron a Chalco a su casa, en Nuevo Chimbote.
Abrió el segundo cajón de su cómoda, metió su mano hasta el fondo, y sacó una llavecita plateada. Lo cerró, y fue a su cama, levantó el colchón, y en la esquina, metió su brazo, y sacó un cofrecito de madera que había sido laqueado por Alberto hacía principio de año. Lo abrió, y sacó un billete de cien soles. Tenía muchos billetes de ese mismo.
Salió del cuarto y regresó a la cocina, donde estaba El Mestizo observando lo que Emérita estaba preparando para el almuerzo. Había una olla de arroz cocinándose, y en otro había guiso, esparciendo su vapor. La nariz inclinada de El Mestizo inhaló el provocativo olor deleitable que producía aquel hervor del guiso que estaba preparándose.
—¿Qué estás preparando, ah? —preguntó escurriéndosele la baba dentro de su boca. —Se ve delicioso...
—Carnecita guisada, presidente. En media hora viene Alberto para almorzar. Voy a comprarle una cervecita para usted.
—Muchas gracias, mujer. Ustedes dos son muy buenos con mi persona.
Emérita sonrió, y salió a la tienda que quedaba pasando dos acequias desde su casa, pasando arenales, una casa abandonada en muy buen estado, y apreciando las chacras, donde tenía animales, sus ovejitas caminando pacíficamente, al igual que dos vacas suyas y sus gallinas con sus polluelos sin mostrar temor a lo que podía pasar si las autoridades viniesen a por Chalco.
Fue, saludó a la señora de la tienda, doña Gema, quien le preguntó el motivo de las cervezas, debido a que Emérita nunca solía comprar, ni siquiera, por fiestas de celebraciones. Se limitó a responder que habían llegado unos familiares, y tenían ganas de unas cervecitas. Gema no se percató de la mentira de Emérita, y le vendió, sin juzgar. Regresó a la casa, y encontró a su esposo conversando con el Mestizo, sentados en las sillas de la mesa, con carcajadas incluidas, y esto le hizo pensar que el Mestizo se olvidó que era prófugo, y que nadie lo está buscando.
Chalco ni siquiera podía imaginar lo que estaba planeando Ami desde la ciudad capital. Ni siquiera Más, ni Lozada, ni Armas, mucho menos el Presidente Miller.
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Voces del rencor
Historical Fiction¿Qué hechos acontecieron antes del destape de actos de corrupción que se conocieron gracias a una investigación? ¿Qué poder tuvo la mujer más influyente del Perú, por aquellos entonces, para perseguir a quienes se opusieron a ella, ocasionando su de...