Amistad, o el doloroso recuerdo de lo que ya no está

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Antonio camina sólo por la calle. Pronto, la bufanda le empieza a asfixiar. Se la quita, a pesar del frío que hace. Se siente mucho mejor, y se la cuelga del cuello sin llegar a atarla otra vez.

Aún no ha amanecido. En invierno, amanece cuando Antonio está trabajando. Eso no le gusta, le gustaría ver el amanecer en la estación de tren.

Llega a la estación a las 5:40 de la mañana todos los días. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Paga su ticket, y se sienta en el banco a esperar al tren.

El alba comienza a repuntar. Hay macetas con distintas plantas en las ventanas y andenes de la estación. Antonio conoce su historia. Odia recordar el final, pero no deja de hacerlo.

Ocurrió la primera vez que fue a esa estación, ligeramente emocionado por su nuevo trabajo. Ese día conoció a una mujer de alrededor de setenta años.

Se llamaba Isabel. Ella limpiaba la estación y regaba las plantas. Presumía de haberlas plantado ella misma hacía más de 20 años, y siempre sonreía con orgullo cuando florecían en primavera.

A la vuelta del trabajo, Antonio acompañaba a Isabel hacia su casa, donde tenían largas conversaciones sobre toda clase de temas.

Isabel nunca la llamaba "su casa". Siempre se refería a ella como su hogar.

Era un edificio pequeño, de dos pisos, y pintado de amarillo. Tenía un porche con muchas plantas (especialmente flores) en el que Isabel se sentaba en sus ratos libres para tejer.

En el transcurso de los tres primeros años de trabajo de Antonio, Isabel le tejió tres bufandas, dos jerséis, cuatro pares de mitones y un gorro de lana verde.

Antonio lleva una de esas bufandas. Apenado, continúa recordando a Isabel.

Recuerda el día en el ella no se presentó a trabajar. Ese día Antonio fue preocupado a su casa tan pronto como terminó su turno.

Llamó a la puerta. Nadie contestó.

Tocó el timbre. Nadie contestó.

Sacó la llave de repuesto que había debajo de los geranios de la ventana, y entró en la casa, temiendo lo peor.

Recorrió todo el piso de abajo, hasta llegar a la cocina.

Isabel yacía en el suelo, todavía con su pijama y su bata puestos. Su taza favorita estaba hecha añicos, y el café se había derramado por todas partes.

Antonio sintió tanta angustia que apenas pudo llamar al número de emergencias.

Acompañó a Isabel todo el camino hacia el hospital. Contestaba las preguntas de los médicos con monotonía. No lloró. No pudo.

Hacia las seis de la tarde, los médicos dieron su veredicto. Infarto de miocardio. No había nada que hacer.

Estuvo solo en el funeral. La tumba se colocó justo debajo de una haya del cementerio. Así se lo había pedido Isabel una tarde en la que paseaban por el parque.

-Mira esas hayas, Antonio, ¿No son preciosas? Cuando muera, quiero que sus hojas secas me arropen en otoño.
-Por favor, no hable así.

Antonio estuvo los siguientes días hablando con el abogado de la anciana. No tenía hijos, ni hermanos, ni nadie que llorara su pérdida. Antonio heredó sus objetos personales, que guardó en una habitación de su piso en la que ya nunca entra.

Llevó todas las plantas de la casa a la estación, a excepción de los geranios que custodiaban la llave de repuesto, que puso en su cocina.

El resto de cosas, incluyendo el hogar, se donaron o vendieron.

Desde entonces, Antonio riega las plantas de la estación siempre que puede, aunque hay un nuevo empleado encargado de eso.

Sacude la cabeza. Odia recordar esas cosas. Ahora pasará el día decaído. No le gusta eso.

Quiero ser escarchaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora