Cuervo

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Cuando Kagaho era un niño, sus padres murieron en el día de su cumpleaños. La lluvia fue un presagio de su desgracia, pasó el día que debía ser de festejos en el cementerio, hasta que no hubo más recuerdos de sus padres que una lápida fría frente a él. Desde ese momento, su frágil mente se sumergió en una depresión profunda de la que nadie parecía capaz de salvarlo. Dormía con frecuencia durante el día pues por la noche sufría de terrores nocturnos, pesadillas vividas que lo despertaban sobresaltado y temeroso. 

Constantemente cansado e irritado por sus malas noches, cuando estaba despierto era una pesadilla andante. Siempre enojado con todos y con nadie, buscando aislarse de la familia que le quedaba pues se sabía incapaz de soportar otra pérdida. Vivía temeroso de la soledad. Enojado por ser él quien debiera aguantar esa pesadilla. 

Comía poco, no quería salir de casa, por las noches se convertía en un manojo de nervios y sollozos incontrolables.

Consecuencia del trauma, solían decir los médicos. 

Su tío Radamanthys tuvo que soportar la tarea titánica de cuidarle. Por eso el niño, a pesar de temerle a ese hombre, se sentía sumamente agradecido y consternado por su paciencia. Aunque nunca se lo dijo. 

Una noche, durante sus sueños, recibió una visita. Al principio todo apuntaba a que sería víctima de una pesadilla. Estaba en un edificio grande y frío, rodeado de desconocidos. Había muchos niños pero todos estaban enfermos, sus caras hinchadas por las ampollas abiertas, mientras sollozaban doloridos en sus camas. Las monjas se movían presurosas por los pasillos, ignorando al pequeño Kagaho que sollozaba inconsolable. 

Nadie le prestó atención, lo dejaron hundirse en su soledad, sin conmoverse por sus lágrimas. Se recordaba caminando sin rumbo, sintiendo que llevaba más de una vida vagando. Sabía que ya no pertenecía a ese lugar, pero seguía atado a ese edificio. Como si algo le impidiera marcharse. 

Ese sueño era peor que los otros, parecía algo que le sucedió antes. Un recuerdo sobre su pasado trágico, aunque era consciente de que nunca vivió así. De pronto, en la distancia, logró visualizar una figura conocida. No es que fuese alguno de los adultos con los que vivía, no. Realmente nunca había mirado ese rostro antes, simplemente sabía que ese hombre lo buscaba a él.

Sus largos cabellos estaban atados en una coleta despeinada a la altura de la nuca, tenía una sonrisa perfecta que dejaba al descubierto un par de blancos colmillos y portaba un uniforme militar verde, el gorro militar lo guardaba bajo el brazo. Sus pasos resonaban en el pasillo, tan perfectamente armoniosos que parecía un militar de juguete. 

Más de una insignia adornaba su pecho, pero una sobresalía entre todas, la parte superior era una gema oscura con bordes plateados de la que pendía una pluma de cuervo. Esa fue la que llamó su atención, le confirmó que ese hombre estaba ahí por él y todo el pesar se alejó de su corazón. 

Cuando Kagaho estuvo cerca, corrió a sus brazos, el militar le correspondió el gesto efusivo, pudo ver las lágrimas tibias rodando por sus mejillas. 

El hombre olía a fuego, como si hubiese estado mucho tiempo junto a una hoguera. Su cariño le resultó familiar, incluso se sintió liberado de una carga pesada. El abrazo finalizó abruptamente, cosa que logró preocuparlo,   parecía que el hombre no tenía demasiado tiempo libre y que no iba a llevarlo con él. Arrodillado para quedar a su altura se retiró la insignia de la pluma para ponerla sobre  la mano del niño. 

Kagaho sintió entonces, el peso de muchos años cayendo sobre sus hombros, ya no se sintió más como un niño solitario, incluso el escenario era distinto. Ahora estaban en un jardín espacioso  con un sol amarillento que los cubría. No pudo definir si era el amanecer o una puesta de sol, pues la luz quedaba a espaldas del militar, como si le avisara que ese hombre ya no estaba más en este mundo. 

Fue ahí cuando el soldado habló por vez primera:

—Buscame. No te rindas, debes encontrarme. 

Pidió casi suplicante, apretando la mano que sostenía con tal fuerza, que Kagaho pudo sentir el relieve de la insignia encajandose en sus dedos. Despertó antes de poder hacer preguntas, su puño estaba cerrado y aunque lo abrió con cierta ilusión, no había insignia.

Desde esa noche las pesadillas cesaron. Era muy pequeño para entender el porqué de aquel sueño, aún así, la vida fue benevolente. Unos días después, a sus manos llegó un libro, aunque estaba casi completamente dedicado al barón rojo y a su circo volador, había un capítulo sobre un famoso militar que cubrió una curiosa insignia del fuego. 

"Tras el impacto que provocó que el avión se incendiara, A. Krähe cubrió la insignia con sus manos. Salvandola milagrosamente de las llamas." 

Krähe se convirtió en su motivo. Debía pagarle el favor y encontrarlo. Él lo rescató de su soledad. 

Sabía que sería una tarea difícil pues no había mucha información sobre él, su única fotografía estaba dañada, sería imposible saber si estaba presente en algunas otras fotos de aquel tiempo. Ni siquiera podía fiarse de sus recuerdos de aquel sueño, no recordaba con claridad su rostro, parecía que todo lo tenía en contra. 

Por fantasioso que le pareciera a otros, él ansiaba descubrir la razón de aquel sueño. Kagaho creció obsesionado con la búsqueda. No se convirtió en un hombre supersticioso, no creía en asuntos del karma ni en vidas pasadas. Ikki le había dicho en broma que, quizá, conoció a Krähe en alguna de sus vidas anteriores. 

"Fuiste importante para él en el ciclo de sus siete vidas." 

Comentó el hombre tranquilamente, como quien lee el horóscopo durante el desayuno. Su comentario le resultó absurdo, quiso hablarle de que eso no era posible, no lo hizo porque le removió algo en el pecho. Fue una emoción desconocida  la que le evitó enojarse o burlarse del tema. 

Esa emoción lo mantuvo fiel al sueño. 

Luego apareció Aiakos. 

Aiakos desde el primer momento, le hizo sentir confundido. En su primer encuentro, lo saturó de emociones que no conocía, su corazón agitado le exigió un respiro, se sintió incapaz de enfrentarlo. Por eso lo echó de  su casa. Siempre que lo veía era la misma sensación frustrante, pensó que así debían sentirse aquellos que esperan a alguien por mucho tiempo y luego, cuando lo tiene de regreso, no le pueden perdonar la prolongada ausencia. 

Aiakos, el huracán en su vida, lo acercó tanto a Krähe que, por un instante, cuando la foto encajó perfectamente con sus rasgos, quiso preguntarle si él nunca soñó con el niño en el orfanato. 

Se detuvo por miedo a parecer un loco. Incluso a pesar de saber que Aiakos no se tomaría a mal esa pregunta. 

Tantos años pasaron desde su infancia, hasta ese día, el día en que sentado en la sala de espera de un hospital, aceptó que podía dejar ir a Krähe si con eso, Aiacos se quedaba a su lado. 

—No hablaré más sobre él, si está vez no me lo quitas...— pidió a la nada, sin saber porque sentía  que ya había perdido a ese hombre en varias ocasiones. 

Aiakos estaba inconsciente, no había más sonrisas en su rostro y, aún así, seguía manteniéndolo bajo su influjo. 

Qué agridulce era aceptar que le amaba. 

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