Soledad

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Solo vestía su roída pijama azul a cuadros, acostado en su cama, pensando otra vez en la miserable vida que llevaba. Sus ojos se posaban en el techo de esa estúpida habitación de hotel, donde todo había comenzado; la primera en recibirlo cuando había arribado a Marbella. No era la mejor, el olor era apestoso, el tapiz de las paredes se caía a trozos; pero era la que lo había visto llorar en las noches, cuando llegaba de su día y toda la tensión en sus cervicales se desvanecía en sollozos. No era la mejor, sin duda, pero él la apreciaba.

Todo el negocio de ayer con el tráfico de las pirulas se había solucionado, pero eso no hacía que se sintiera mejor; no después de recibir agresión física y verbal de los estúpidos de sus jefes, tanto de los italianos como los rusos. Le dolía la poca confianza que depositaban en él, cuando él lo daba completamente por ellos. Y, sin embargo, lo que más dolía, era recordar como cierto rubio no movió ni un dedo para defenderlo en la acalorada discusión en la carnicería.

¡Ja! Qué estúpido, debió verlo venir, no sabía a ciencia cierta qué demonios tenían entre manos ellos dos, si estaban coqueteándose o solo eran colegas muy unidos, pero pensándolo bien, ¿colegas? No creía llegar a ese término, tal vez más como un subordinado que le caía bien. El idiota Gambino solo lo confundía con sus acciones, diciendo por su boca lo contrario.

¿Cómo podía jugar con su corazón de esa forma? ¿Acaso estaba ciego y no veía que Salinas se moría por él? Por tocar sus pecosas mejillas, besar los rosados y suaves labios, acariciar entre los dedos los largos y sedosos cabellos dorados; se moría tanto por recibir un poco de afecto, que no le importaba que fuera uno de los desgraciados que le hacía la vida imposible, haciéndolo gastar más de lo que ganaba.

Rebuscó con la mano en el interior de su bolsillo, estaba seguro de que ahí habría algo bueno que lo hiciera olvidar sus pesares. Efectivamente, sacó una pastilla rosada con el grabado de bulbasaur en la cara plana. La alzó hacia el foco de luz y la contempló unos segundos, harto de la serenidad de su habitación; tan harto de la soledad. Por eso, con los negativos sentimientos arremolinándose en su vientre, se la tragó de una, sin agua ni madres, pues necesitaba que los efectos comenzaran de inmediato.

A los segundos podía escuchar el sutil murmullo de una canción reproduciéndose en su habitación, con las teclas del piano siendo tocadas en una melodía triste; una canción proveniente de su cabeza, orquestada por su corazón. Los colores comenzaron a distorsionarse, ya no eran los grises y depresivos que pintaban las paredes del cuarto de hotel; no, eran rosas, amarillos y verdes. Una risa se le escapó cuando comenzó a ver los sonidos y escuchar los colores, asociándolos a números, letras y al tocar la textura de su cama, percibir sensaciones gustativas, como a café amargo; así sabía la melancolía para Raúl.

Los castaños ojos se volvieron acuosos, la música siendo sustituida por la voz de cierto italiano. Reclamándole, riéndose de él, rompiéndole las ventanas del coche. No obstante, también se llenó de su risa cantarina cuando él contaba un chiste que le hacía gracia, sus palabras de ayer confiando en él, las palmadas en su espalda cuando nadie más veía. El beso. Las mariposas en su estómago revolotearon al rememorar dicho evento.

Así que, sin pensarlo mucho, extrajo su celular de la mesita de noche, donde lo guardaba cuando no quería recibir ninguna llamada y morir entre los profundos y oscuros pensamientos. Desbloqueo el aparato y se fue directamente a contactos, buscó hasta llegar a la T y presionó el nombre de su perpetrador favorito. Pitó una vez, dos y contestaron.

—¡Salinas! —Llamó alegre la persona al otro lado de la línea. Salinas se preguntó internamente porqué el mayor de los Gambino era tan bipolar con su forma de tratarlo—. Justo estábamos hablando de ti, hay un dinero sucio que debemos la-...

—No, Toni. Escúchame, necesito que vengas a mi casa, ahora —y con esa simple oración, colgó sin permitirle reclamar y con unos rápidos movimientos de sus dedos, le envió la ubicación a cuál acudir por mensaje. Colocó el celular en modo avión para no recibir las llamadas insistentes del mafioso y lo volvió a guardar en el cajón de su mesita.

Los minutos pasaron, Salinas con sus sentimientos potenciados por la droga. Los nervios crispaban los vellos de su nuca, no obstante, no se arrepentía de llamar al italiano. Lo necesitaba ahí, ser correspondido de una vez y dejarse de juegos absurdos de tira y afloja. Aún con esa mentalidad, se asustó al ser tocada su puerta con insistencia. Se acercó, con el corazón bombeando alocado sangre a todo su cuerpo, activando la secreción de adrenalina en su cerebro.

—Salinas —comenzó a decir al abrirle la puerta—, espero que esto sea impor-... —lo interrumpió, tomando su mentón y atrayéndolo a un escueto beso y Raúl al no verse rechazado, pronto escaló en intensidad y se atrevió con la punta de su lengua tocar el labio inferior del mafioso, pidiendo permiso a encender la llama. Su petición no fue negada y así se sumergieron en una guerra de lenguas por el poder de dominar a la otra.

Se sentía en las nubes, saboreando esa dulce boca que sabía a menta con tabaco. Exploró con cuidado, queriendo grabarse hasta el último rincón de aquella boca y Salinas con las manos de Toni en sus caderas y las suyas en su cuello, los arrastró despacio a la cama hasta que cayeron, Raúl de espaldas y el mafioso encima de él. Esto hizo a este último separarse del beso.

—Toni, te deseo —susurró el abogado, viendo directamente a esos ojos azul Tiffany, pero la única respuesta que recibió fue una carcajada, descolocándolo al ser empujado por las manos del italiano, quien se paró y sacudiéndose el traje, se acomodó las ropas.

—¿Y qué te hace pensar que yo te deseo a ti, aboguarro? Deberías dejar de fantasear con imposibles y ponte a trabajar —con la mirada escudriño todo el lugar—, mira el chiquero en el que vives —y se retiró de la habitación, dejando a un hombre destrozado sobre la cama, con los brazos extendidos y las esperanzas desparramadas en el suelo. Pronto el escozor en sus ojos fue la única advertencia de que iba a llorar e hipando, se dejó ir en el mar de sus lágrimas.

Celosa ⟨ Roni ⟩ angstDonde viven las historias. Descúbrelo ahora