Más allá del mar.

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Más allá del mar

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Más allá del mar

No supo en que momento terminó llorando en los brazos de Milo pero realmente no le importaba, no cuando sentía las manos de aquel rubio que amaba sobre su melena roja cuyas puntas rosaban el final de sus muslos, después, con los ojos vidriosos le sonrío a Deggie y luego recibió gustoso la mano de Kardia sobre su cabeza y sintió aliviado como le revolvían los rojos cabellos. Caminaron sin detenerse, sin percatarse de las miradas o de los cuchicheos de la gente, nada importaba, nada más que su salvación.

     El pasillo por el que ahora caminaban sus pies no era más que tierra Griega, tierra en la que nunca pensó estar, en la que ni en sus más extraños sueños se hubiese imaginado y ahora, había dejado atrás el sufrimiento, la tragedia, el horror que significaban las cuatro blancas paredes apenas aminoradas por la dulce sonrisa de Hilda a la que también había abandonado; había dejado del otro lado del mar un sinfín de recuerdos que ahora parecían borrosas memorias apenas perceptibles que deseaba olvidar. 

     Más allá de las olas del azul, abandonaba y dejaba el rostro de un padre que de un segundo a otro se despojaba de toda paternidad y quedaba en su lugar un ser despiadado y cruel que creía tener en sus manos su vida y su destino; renunciaba a las cálidas manos de una madre que en su sepulcral silencio había cedido su poder a un esposo que no había hecho más por su hijo que lastimarlo y desechaba la imagen de un traidor que mentía cuando decía quererlo, que lo había hundido por su estupidez. 

     De un instante a otro lo intensos rayos de un sol veraniego le golpeaban la cara con la rudeza de la ventisca otoñal y le recordaban – muy en el fondo e intensamente – que era un extraño para aquella tierra, para la gente que le veía apenas de reojo y sin embargo se sentía en casa, bueno, no exactamente, pero aquel cálido roce del astro rey lo acogía con ternura, con amabilidad era como si aquella estrella incandescente lo recibiera en sus brazos y le susurrara al oído que ahora era libre y que nadie le juzgaría, no ahí, no en Grecia. 

     Estaba decidido a comenzar de nuevo, sin tapujos, sin máscaras, siendo él mismo, amando sin miedo a ese chico que caminaba entrelazando su mano con la propia y sonriéndole con cariño; sintiéndose en su hogar aunque este estuviese más allá de aquel mar tan azul como los ojos de Kardia. Sonreía y el mundo... su mundo... el mundo de Milo se iluminaba; sonreía y era como si aquellos largos y tortuosos tres años hubiesen sido una terrible pesadilla, un sueño del que ya había despertado y al que no volvería jamás.

—Me estoy asando — un suspiro que más bien parecía un bufido abandono los franceses labios para despues tocar su frente sudorosa con la mano libre, Milo y Kardia rieron bajito mientras Diggie detenía el paso.

     Habían caminado rumbo al Partenón, desviándose unas cuantas calles, Lacorix les había seguido el paso sin problemas pero ahora, despues de casi una hora el calor que apaciblemente le había recibido le decía silenciosamente mientras chocaba con su blanca piel: "Derrite tu hielo, muchacho, aquí no hay peligro", pero no logró escucharlo, no distinguió su voz entre el cantar del viento y el hablar de la gente que andaba a su alrededor. 

Sour Drop of Eternal LoveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora