Pajarillo rojo, pajarillo rojo, eres libre ahora

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Pajarillo rojo, pajarillo rojo, eres libre ahora

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Pajarillo rojo, pajarillo rojo, eres libre ahora.

Se estiró sintiendo como la luz del sol que se colaba a través de las cortinas, chocaba con su rostro y con su torso desnudo que no se había molestado en cubrir o mejor dicho, que la temperatura le había obligado a mantener descubierto, bostezó para desperezarse un poco, para caer en cuenta que estaba lejos de su patria y sin embargo no se sentía lejano, al contrario, se percibía así mismo perteneciendo a Grecia desde antes de pisar su suelo. Junto a él, aún dormido, se encontraba Milo Antares, con el cabello desparramado y emitiendo ronquidos bajitos que le dieron una tentación enorme de risa.

     Se quedó admirando como dormía, como si fuese la cosa más interesante del mundo y entre sus recuerdos del día anterior estaba Deggie diciendo que durmiesen en cuartos separados para su comodidad y a Calvera y Kardia diciéndole con pucheros y berrinches infantiles que ellos debían dormir juntos, se recordó así mismo sonriendo ante la indignación de la francesa y la súplica en un francés muy extraño de la otra mujer para que finalmente acabara ocupando el pecho cálido de Milo como almohada y sus latidos como canción de cuna.

—Buenos días — escuchó la voz aún somnolienta de aquel que descansaba a su lado — ¿Pudiste dormir? — aquella pregunta pareciera demasiado vana y simple pero en realidad su significado iba más allá.

—Buenos días, tu compañía me ayudó a conciliar el sueño — aquello último lo dijo tan suavecito, tan bajito que Milo no le entendió muy bien, solo sabe que estar juntos fue el detonante para que su amado pudiese dormir.

     Se levantó de su cómodo lugar para sentarse a lado de Camus y abrazarlo por los hombros, aquella mirada distante y con tintes de tristeza no pasaron desapercibidas, sabía que algo le aquejaba y lo mejor que podía hacer era hacerlo sentir seguro, a salvo, libre; llevar a su alma paz aunque fuese solo de esa manera. Milo nunca había sido bueno con las palabras, eso era para su madre, él creía que las acciones eran mucho más efectivas, pero por supuesto, no desacreditaba la elocuencia de la francesa que siempre tenía algo por decir.

— ¿Qué te sucede? — está vez quizá pueda intentar usar sus palabras — ¿Por qué tus ojitos se ven tan tristes? — hizo un puchero y Camus le miró de reojo.

—Extraño a Krest pero... — sus manos rodearon las de Milo y su cabeza se apoyó en la contraria buscando refugio —... no quiero volver.

—Cam — no sabe que decir, no puede hablar de comprenderlo o de entenderlo, no sabe qué hacer para que se sienta mejor, solo le abraza con más fuerza, le demuestra en aquella caricia el amor que le tiene — ya pensaremos en algo — le dice como último recurso.

     Y sus labios se acercan, sus alientos se vuelven uno de a poco y aquella luz que se cuela por la ventana parece intensificarse, parece alumbrarlos más, como si quisiera grabar aquel momento para despues mostrarlo al mundo como la prueba inefable de un amor puro y eterno; Milo no le deja escapar, no le muestra tregua alguna a esa boca que ha profanado y que conquista sin miedo alguno; Camus no parece poner objeción, da su consentimiento cuando cierra los ojos disfrutando aquel sabor, aquel aroma varonil del cuerpo que le mantiene cautivo y se deja llevar, no piensa en otra cosa que en la libertad de la que ahora goza.

Sour Drop of Eternal LoveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora