The Russian flake with French tips.

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The Russian flake with French tips

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The Russian flake with French tips.

El copo ruso con puntas francesas.

Había nacido en Rusia, una noche helada, de tormenta, de frío, en la que caían copos de nieve gruesos y grandes, pequeños, diminutos y frágiles; era de noche y la blanquecina estela del invernal paisaje pareció abrazarla y tinturar su piel con la palidez de la nieve y del azul boreal sus enormes ojos que no dejaban de cerrarse al compás de su llanto primigenio. Hilda Serghéyvna Sokolova* había nacido en medio de hogueras humeantes y ríos blancos y congelados, la primera hija de Serghey y Dagny, una niña hermosa, apenas un brote que crecería, apenas un copo de nieve que se convertiría en tormenta.

Los días venideros, los de su primera infancia, fueron magníficos; le gustaba la nieve, parecía ser un cumulo con vida, una muñequita de porcelana que no se rompía y que pasaba horas enteras en las repisas congeladas del patio de aquella modesta casa a las afueras de Moscú, cantando y riendo cuando las bolas de nieve se esparcían en el suelo despues de haberlas lanzado. Las amigas de su madre siempre le decían que era la hija que deseaban, ella ni siquiera sabía que significaba, las hijas de ellas también eran hermosas, de risos y melenas negras como la noche y pieles rojizas y ella a menudo se acongojaba por sus lacios cabellos plateados sin gracia, raros, poco comunes, de sus ojos claros y su dermis lechosa.

Pero también se creía una princesa, una zarina*, una sultana, un hada o una ninfa, tal vez una valkiria* o una gran duquesa con un palacio esperándola en el centro de la ciudad, una multitud esperando por verla en la plaza roja, ah, y una corona de perlas y diamantes que resaltaran su mirada; a menudo se ponía las pañoletas de Dagny en la cabeza y fingía caminar con elegancia y mirar a todos con desdén, con una arrogancia que nunca había sido de ella pues era fingida, sus ojitos claros solo transmitían tranquilidad, eran como un inmenso océano calmado, apaciguado por la nana de una vieja noruega a la que llamaba abuela.

Y sus cuentos de hadas de una sola página se vieron complementadas una noche de verano, una noche de las pocas en dónde hacía calor, se vieron completadas por una pequeña hermana de grandes ojos azules, tan azules como el cielo; con aquella pelusilla apenas visible en su diminuta cabeza, rizada, bañada por el sol veraniego y la brisa cálida le bronceó la piel. Era su complemento, el sol que derrite el hielo, la flor que no se marchita con el frío y sin embargo era distinta a ella, Hilda era frío y Fleur Serghéyevna, calor; no había duda y tampoco dejaban de sorprender a aquellos que las veían, Hilda había heredado la palidez de su madre y los ojos cristalinos de su padre, mientras que a Fleur se le había traspasado lo rubio de su padre y los orbes de su madre.  

Se volvieron inseparables, la pequeña Hilda pasaba noches enteras entonando para su pequeña hermana, canciones de cuna en un inocente ruso apenas distinguible y la pequeña ponía sus ojos en ella. A medida que crecían, su inteligencia aumentaba y su belleza resplandecía cada vez más y más pronto que tarde, ambas iban de la mano al colegio y a las elegantes fiestas a las que su padre era invitado, Serghey no tenía un varón pero sus dos hermosas hijas eran su adoración y ellas, ambas, no podían estar más contentas.              

Sour Drop of Eternal LoveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora