Capítulo XLVI

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—¿Vamos?

Asiento con la cabeza. Emilio me toma de la mano, entrelazando sus cálidos dedos con los míos, acariciando con dulzura mis fríos nudillos. Cada toque envía escalofríos por todo mi cuerpo, pintándome de escarlata las mejillas. Me guía por las veredas, mientras yo lo sigo con pasos torpes y descoordinados. Su brazo derecho patina por mi cintura, atrayéndome hacia él.

—Estás muy helado —dice empujando sus labios en la cima de mi cabeza.

Le sonrío, mostrando mi timidez a flor de piel. Caminamos por la avenida hasta llegar al paradero. Nos sentamos en la banca, donde un pequeño techo nos protege del escaso chispeo que cae desde el cielo. El autobús llega, un grupo de personas descienden y nosotros subimos, tomando asiento en los últimos asientos vacíos.

—¿Estás bien?

—No lo sé —suspiro, elevando mis cejas.

Él me dedica una sonrisa triste, toma mi mano y la introduce en el bolsillo de la chaqueta junto a la suya, haciendo entrar mi mano a una calurosa atmósfera. Delinea con su pulgar cada uno de mis cinco dedos, masajeando mi palma y palpando cada centímetro del dorso de esta. Mi cara está ardiendo, al sentir su abrasadora mirada sobre mí. Acerca su rostro al mío, une nuestras narices y frota suavemente. Suelto una risa nerviosa y de sus labios tira una sonrisa seductora.

—Quédate conmigo esta noche —dice en un susurro que me pone los pelos de la nuca de punta.

—¿Por qué quieres que me quede contigo?

Toma una bocanada de aire y dice:

—Porque te necesito.

La miel que se baña en su iris está casi transparente, matizado con tonos avellana, marrón suave, fundidos en una degradación color almendra. Con sus pupilas ennegrecidas y dilatadas, con un destello de agitación deslizándose en su calurosa mirada.

Ambos bajamos del autobús en el respectivo paradero. Mis dientes castañean, pero aún así tengo las manos atadas a las de Emilio. Está bien, me quedaré con él. Quiero estar con él, y mi mamá sabe que si no vuelvo a casa es porque me quedé con Emilio o Nicole. Además, agradezco que la relación entre Vale y mi mamá sea de amigas muy cercanas.

Saludo al simpático guardia, que yace en una silla giratoria, con una humeante taza de café a su lado. Su cuello está oculto bajo el género de polar de su chaqueta, con un gorro estrecho a su canosa y corta cabellera. Es tarde, deben ser alrededor de las once y media de la noche, por el sereno silencio que inunda al condominio. No hay niños jugando en las plazas, las luces de las habitaciones de las casas están apagadas y sólo andan rodando unos cuantos gatos y perros callejeros, algunos tumbados en el frío césped de los pasajes.

Emilio abre la puerta de su casa y entramos a tientas. La sensación de desorientación me llega, pero al tener el brazo de Emilio abrazando mi cintura me da la total seguridad. Subo las escaleras con los pies descalzos, con las zapatillas colgando de mi mano derecha para hacer el menor ruido posible. Se oyen los suaves ronquidos de Kiko y los suspiros de Sabrina, y la tranquila respiración de Vale desde la alcoba del fondo. Empuja lentamente la puerta hacia adentro, para que quedemos en su pieza. Él separa las sábanas.

Le echo un vistazo disimulado. Se está quitando la chaqueta, luego una delgada sudadera y por último, la remera sin mangas. Su torso queda desnudo, brillante a la escasa luz lunar.

Las estrellas dan algo de fulgor al cielo nocturno, y puedo observar que una de ellas, que está muy cerca de la luna, destella con una fuerza potente, dándome señales de continuar. Los pantalones de Emilio quedan arrugados en el piso. Los bóxers American Eagle grises es lo único que viste.

Abrazos Gratis || EmiliacoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora