4. Una extraña amistad

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Décima.

Era la décima vez en esas vacaciones de verano que la policía había llevado a Jane hasta su casa. Ella fingió seguir leyendo su Vogue cuando Jane entró a la casa, y tras ella su padre masajeándose la frente, lucía estresado.

—Janeth, salí dos días a finiquitar unos proyectos y tú ya estás siendo arrestada—Shane meneó la cabeza.

Ella se giró sobre sus talones y se llevó la mano a su pecho dejándola sobre su corazón con gesto solemne.

Y sí, ahí iba otra de las fabulosas excusas de su hermana para explicar sus arrestos.

—Pero papá, juro que no fue mi culpa—él levantó una ceja notablemente divertido con la situación, y Emily tuvo que enterrar mejor la cabeza en la revista para que no la notasen reírse—. ¡Fue de Zoe, teníamos que darnos prisa o Dylan se perdería!

—¿Dónde?

«¿Dónde no?» Farfulló para sus adentros Emily.

Él tenía una habilidad para desaparecer que a Gina le causaba dolor, ¡perdía en un abrir y cerrar de ojos a su amorcito platónico! Pero a ella le parecía más que genial esa habilidad, sin él cerca Gina no hacía sus atentados de llamar la atención. La cuestión era: ¿cuándo iba Jane a hacer algo? ¡Ay pero que frustrante y aburrida podía llegar a ser su hermanita! Tenía que aprender de ella, se le daba de lo mejor el juego de la caza.

Janeth se sonrojó ligeramente, y farfulló entre dientes un:—En el supermercado.

Shane soltó una gran carcajada y se limitó a pedirle que fuese a distraerse lejos del jardín porque Madeline estaba allí y él estaba seguro que lo menos indicado era que la viese luego de que él la hubiese sacado de la comisaría.

Por décima vez.

Una vez la rubia desapareció escaleras arriba tarareando una canción, Shane enfocó su mirada en Emily.

Sonrió de medio lado a medida que se acercaba con las manos en los bolsillos—¿Cómo estás tú, Ems?

Ella bajó la revista lentamente—Deberías dejar de socorrerla siempre, se acostumbra.

Y así nunca se terminaría de ir. Además, Jane tenía que recibir una lección para ver si se calmaba, era demasiado salvaje para su gusto. Tenía que controlarse, ¡rápido! Había tenido diecisiete fabulosos años para vivir con su poco, casi nulo; control de la vida. Ya era hora de que le bajara dos y pensase en las consecuencias si por alguna razón una de sus jugarretas se salía de control.

De nuevo.

Pero peor que lo general, claro.

Shane enfocó sus ojos azules, siempre dispuestos a soltar alguna broma al igual que los de su hija menor; en los cafés muy despiertos de ella.

—¿Te preocupa algo?

Ella abrió los labios, dispuesta a decir exactamente lo que pensaba, pero sopesó mejor las cosas y con su siempre impecable máscara de indiferencia, meneó la cabeza.

—Para nada.

Su padre aguantó una sonrisa para sus adentros, le dejó un sutil beso sobre el cabello y siguió su camino hacia el jardín donde estaba su esposa.

Si sus neuronas no la hubiesen detenido, con mucho gusto le habría dicho lo que opinaba.

Jane era un desastre, era un torbellino rubio de ojos azules que vivía en esencia siendo ella sin importarle el qué dirán. Su madre estaba mal de la cabeza, vivía obsesionada con tener su vida soñada a través de ella y con un desprecio paranoico contra Jane. Y su padre, era un padre soñado, apoyaba a sus dos hijas incluso en las ideas más descabelladas que pudiesen tener, pero era incapaz de mantenerlas a salvo de su mujer.

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