Atrapando ratas y ratones

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Daniel


Le pedí que me llevara a casa, y eso fue justamente lo que hizo.

No a la mansión llena de lujos y personas que, aunque son parte de mi vida, no puedo tomar como una familia, aún no.

Sino a MI CASA.

MI HOGAR.

NUESTRO.

Bajo del auto, las llaves tiemblan entre mis manos, y tardo en hallar la que es correcta, la que encaja perfectamente con la chapa de seguridad, con la cerradura mágica que conduce a un pobre naufrago a su propio país de las maravillas.

Al entrar, el aroma inconfundible de dulces y pintura me alcanza, mencionándome en silencio que está bien, que yo estoy bien. Quito las llaves y no espero que él entre, sé que viene justo detrás de mí, pero, por algún motivo tengo prisa en llegar al piso superior y esconderme en las páginas llenas de grafito y color.

El cuarto, perfecto revoltijo de sueños e inseguridades, me recibe y no puedo estar más feliz de estar de vuelta.  Inhalo la seguridad y exhalo mis miedos. 

Para cuando Ryu llega, yo puedo presumir de estar en medio de un desastre hecho con pinturas y pinceles, dejados a propósito con la intención de tener un salvavidas cuando decidiera volver, porque volvería, este lugar significa demasiado como para abandonarlo en un pestañeo.

Se sienta a mi lado, no cerca, y sin embargo, tampoco demasiado lejos. Siento su mirada sobre mí, y ese fuego oculto en sus ojos se desparrama, quemándome por completo encima de la ropa, y debajo de la piel. Cada músculo es recorrido por una corriente de lava, y mis venas se llenan de llamas. 

Fuego.

Recuerdo los ojos de mi madre. También había llamas en ellos, más, esas llamas no eran cálidas y deseosas, eran llamas de odio, ira, molestia. Llamas de todo lo que soy para ella.

Fuego.

Mis dedos, manchados con distintas tonalidades de rojo, ensucian el blanco de un lienzo. 

Fuego.

Colores cálidos florean entre el blanco.

Fuego.

Miedo.

Gritos.

Todo aquello que representa a mi madre, y, a la vez, a cualquier persona, se forma en mi mente, y, al mismo tiempo, en la figura atrapada dentro de la pintura y la imaginación.

—Un dragón. —Ryu habla a mis espaldas. No puedo evitar dar un respingo y saltar hacía atrás, chocando contra sus piernas. Puedo, sin ver, saber que sonríe. Sonríe por mi despiste genuino al no darme cuenta en qué maldito momento se movió, sonríe por la inmersión y la chispa que hay entre el arte y yo.

Sonríe, y yo alzo la mirada para toparme, cara a cara, con aquella sonrisa ladina que riega el orgullo que mi madre jamás sintió por su inútil hijo.

—¿Por qué un dragón? —pregunta, siguiendo la línea invisible entre mi rostro y el cuadro. 

—Porque no puede quemarse con su fuego. —respondo mecánicamente. Perdido en sus ojos, perdido en él. —Mamá saca llamas siempre, y yo... —recargo mi cabeza en su rodilla. —Estoy harto de ser la víctima de sus incendios, ya no quiero quemarme con sus llamaradas, ya no estoy dispuesto a dejarla hacerme cenizas. 

—Eres jodidamente increíble Daniel. 

—¿Eh?

Unos brazos se envuelven a mi cintura y me levantan, apenas tengo tiempo de reaccionar cuando, esos mismos brazos resbalan a mis muslos y suben a mi espalda, cargándome como solo he visto hacer a los príncipes con sus princesas.

Draw MeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora