3ra

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Comenzó la desesperación. La gente estaba ya transida y la propia tierra quemaba como si despidiera llamas. Todos los arroyos cercanos habían desaparecido; toda la vegetación de las lomas había sido quemada. No se conseguía comida para los cerdos; los asnos se alejaban en busca de mayas; las reses se perdían en los recodos, lamiendo raíces de árboles; los muchachos iban a distancias de medio día a buscar latas de agua; las gallinas se perdían en los montes, en procura de insectos y semillas.
      —Se acaba esto, Remigia. Se acaba —lamentaban las viejas.
      Un día, con la fresca del amanecer, pasó Rosendo con la mujer, los dos hijos, la vaca, el perro y un mulo flaco cargado de trastos.
      —Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal de ojo.
      Remigia entró en el bohío, buscó dos monedas de cobre y volvió.
      —Tenga; préndamele esto de velas a las ánimas en mi nombre —recomendó.
      Rosendo cogió los cobres, los miró, alzó la cabeza y se cansó de ver cielo azul.
      —Cuando quiera, váyase a Tavera. Nosotros vamos a parar un rancho allá, y dende agora es suyo.
      —Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.
      Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se perdían ya en la distancia. El sol parecía incendiar las lomas remotas.
***

      El muchacho se había puesto tan oscuro como un negro. Un día se le acercó:
      —Mamá, uno de los puerquitos parece muerto.
      Remigia se fue a la pocilga. Anhelantes, resecas las trompas, flacos como alambres, los cerdos gruñían y chillaban. Estaban apelotonados, y cuando Remigia los espantó vio restos de un animal. Comprendió: el muerto había alimentado a los vivos. Entonces decidió ir ella misma en busca de agua para que sus animales resistieran.
      Echaba por delante el potro bayo; salía de madrugada y retornaba a medio día. Incansable, tenaz, silenciosa, Remigia se mantenía sin una queja. Ya sentía menos peso en la higuera; pero había que seguir sacrificando algo para que las ánimas tuvieran piedad. El camino hasta el arroyo más cercano era largo; ella lo hacía a pie, para no cansar la bestia. El potro bayo tenía las ancas cortantes, el pescuezo flaco, y a veces se le oían chocar los huesos.
      El éxodo seguía. Cada día se cerraba un nuevo bohío. Ya la tierra parda se resquebrajaba; ya sólo los espinosos cambronales se sostenían verdes. En cada viaje el agua del arroyo era más escasa. A la semana había tanto lodo como agua; a las dos semanas el cauce era como un viejo camino pedregoso, donde refulgía el sol. La bestia, desesperada, buscaba donde ramonear y batía el rabo para espantar las moscas.
      Remigia no había perdido la fe. Esperaba las señales de lluvia en el alto cielo.

Dos pesos de agua 💧 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora