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En su rincón del Purgatorio, las ánimas, metidas de cintura abajo entre las llamas voraces, repasaban cuentas. Vivían consumidas por el fuego, purificándose; y, como burla sangrienta, tenían potestad para desatar la lluvia y llevar el agua a la tierra. Una de ellas, barbuda, dijo:
      —¡Caramba! ¡La vieja Remigia, de Paso Hondo, ha quemado ya dos pesos de velas pidiendo agua!
      Las compañeras saltaron vociferando:
      —¡Dos pesos, dos pesos!
      Alguna preguntó:
      —¿Por qué no se le ha atendido, como es costumbre?
      —¡Hay que atenderla! —rugió una de ojos impetuosos.
      —¡Hay que atenderla! —gritaron las otras.
      Se corría la voz, se repetían el mandato:
      —¡Hay que mandar agua a Paso Hondo! ¡Dos pesos de agua!
      —¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
      —¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
      Todas estaban impresionadas, casi fuera de sí, porque nunca llegó una entrega de agua a tal cantidad; ni siquiera a la mitad, ni aun a la tercera parte. Servían una noche de lluvia por dos centavos de velas, y cierta vez enviaron un diluvio entero por veinte centavos.
      —¡Dos pesos de agua a Paso Hondo! —rugían.
      Y todas las ánimas del Purgatorio se escandalizaban pensando en el agua que había que derramar por tanto dinero, mientras ellas ardían metidas en el fuego eterno, esperando que la suprema gracia de Dios las llamara a su lado.
***

      Abajo, en Paso Hondo, se nubló el cielo. Muy de mañana Remigia miró hacia oriente y vio una nube negra y fina, tan negra como una cinta de luto y tan fina como la rabiza de un fuete. Una hora después inmensas lomas de nubes grises se apelotonaron, empujándose, avanzando, ascendiendo. Dos horas más tarde estaba oscuro como si fuera de noche.
      Llena de miedo, con el temor de que se deshiciera tanta ventura, Remigia callaba y miraba. El nieto seguía en el catre, calenturiento. Estaba flaco, igual que un sonajero de huesos. Los ojos parecían salirle de cuevas.
      Arriba estalló un trueno. Remigia corrió a la puerta. Avanzando como caballería rabiosa, un frente de lluvia venía de las lomas sobre el bohío. Ella sonrió de manera inconsciente; se sujetó las mejillas, abrió desmesuradamente los ojos. ¡Ya estaba lloviendo!
      Rauda, pesada, cantando broncas canciones, la lluvia llegó hasta el camino real, resonó en el techo de yaguas, saltó el bohío, empezó a caer en el conuco. Sintiéndose arder, Remigia corrió a la puerta del patio y vio descender, apretados, los hilos gruesos del agua; vio la tierra adormecerse y despedir un vaho espeso. Se tiró afuera, rabiosa.
      —¡Yo sabía, yo lo sabía, yo lo sabía! —gritaba a voz en cuello.
      —¡Lloviendo, lloviendo! —clamaba con los brazos tendidos hacia el cielo—. ¡Yo lo sabía!
      De pronto penetró en la casa, tomó al niño, lo apretó contra su pecho, lo alzó, lo mostró a la lluvia.
      —¡Bebe, muchacho; bebe, hijo mío! ¡Mira agua, mira agua!
      Y sacudía al nieto, lo estrujaba; parecía querer meterle dentro el espíritu fresco y disperso del agua.

Dos pesos de agua 💧 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora