6ta

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      Mientras afuera bramaba el temporal, soñaba adentro Remigia.
      —Ahora —se decía—, en cuanto la tierra se ablande, siembro batata, arroz tresmesino, frijoles y maíz. Todavía me quedan unos cuartitos con que comprar semillas. El muchacho se va a sanar. ¡Lástima que la gente se haya ido! Quisiera verle la cara a Toribio, a ver qué pensaría de este aguacero. Tantas rogaciones, y sólo me van a aprovechar a mí. Quizá vengan agora, cuando sepan que ya pasó el mal de ojo.
      El nieto dormía tranquilo. En Paso Hondo, por los secos cauces de los arroyos y los ríos, empezaba a rodar agua sucia; todavía era escasa y se estancaba en las piedras. De las lomas bajaba roja, cargada de barro; de los cielos descendía pesada y rauda. El techo de yaguas se desmigajaba con los golpes múltiples del aguacero. Remigia se adormecía y veía su conuco lleno de plantas verdes, lozanas, batidas por la brisa fresca; veía los rincones llenos de dorado maíz, de arroz, frijoles, de batatas henchidas. El sueño le tornaba pesada la cabeza.
      Y afuera seguía bramando la lluvia incansable.
***

      Pasó una semana; pasaron diez días, quince... Zumbaba el aguacero sin una hora de tregua. Se acabaron el arroz y la manteca; se acabó la sal. Bajo el agua tomó Remigia el camino de Las Cruces para comprar comida. Salió de mañana y retornó a media noche. Los ríos, los caños de agua y hasta las lagunas se adueñaban del mundo, borraban los caminos, se metían lentamente entre los conucos. Una tarde pasó un hombre. Montaba mulo pesado.
      —¡Ey, don! —llamó Remigia.
      El hombre metió la cabeza del animal por la puerta.
      —Bájese pa que se caliente —invitó ella.
      La montura se quedó a la intemperie.
      —El cielo se ta cayendo en agua —explicó él al rato. —Yo como usté dejaba este sitio tan bajito y me diba pa las lomas.
      —¿Yo dirme? No, hijo. Horita pasa este tiempo.
      —Vea —se extendió el visitante—, esto es una niega. Yo las he visto tremendas, con el agua llevándose animales, bohíos, matas y gente. Horita se crecen todos los caños que yo he dejado atrás, contimás que ta lloviéndoles duro en las cabezadas.
      —Jum... Peor que esto fue la seca, don. Todo el mundo le salió huyendo, y yo la aguanté.
      —La seca no mata, pero el agua ahoga, doña. Todo eso —y señaló lo que él había dejado a la puerta— ta anegado. Como tres horas tuve esta mañana sin salir de un agua que me le daba en la barriga al mulo.
      El hombre hablaba con voz pausada, y sus ojos grises, atemorizados, vigilaban el incesante caer de la lluvia.
      Al anochecer se fue. Mucho le rogó Remigia que no cogiera el camino con la oscuridad.
      —Dispué es peor, doña. Van esos ríos y se botan...
      Remigia se fue a atender al nieto, que se quejaba débilmente.
***

      Tuvo razón el hombre. ¡Qué noche, Dios! Se oía un rugir sordo e inquietante; se oían retumbar los truenos; penetraban los reflejos de los relámpagos por las múltiples rendijas.
      El agua sucia entró por los quicios y empezó a esparcirse en el suelo. Bravo era el viento en la distancia, y a ratos parecía arrancar árboles. Remigia abrió la puerta. Un relámpago lejano alumbró el sitio de Paso Hondo. ¡Agua y agua! Agua aquí, allá, más lejos, entre los troncos escasos, en los lugares pelados. Debía descender de las lomas y en el camino real se formaba un río torrentoso.
      —¿Será una niega? —se preguntó Remigia, dudando por vez primera.
      Pero cerró la puerta y entró. Ella tenía fe; una fe inagotable, más que lo que había sido la sequía, más que lo sería la lluvia. Por dentro, su bohío estaba tan mojado como por fuera. El muchacho se encogía en el catre, rehuyendo las goteras.
      A medianoche la despertó un golpe en una esquina de la vivienda. Se fue a levantar, pero sintió agua hasta casi las rodillas. Bramaba afuera el viento. El agua batía contra los setos del bohío.
      ¡Ay de la noche horrible, de la noche anegada! Venía el agua en golpes; venía y todo lo cundía, todo lo ahogaba. Restalló otro relámpago, y el trueno desgajó pedazos de oscuro cielo.
      Remigia sintió miedo.
      —¡Virgen Santísima! —clamó—. ¡Virgen Santísima, ayúdame!
      Pero no era negocio de la Virgen, ni de Dios, sino de las ánimas, que allá arriba gritaban:
      —¡Ya va medio peso de agua! ¡Ya va medio peso!

Dos pesos de agua 💧 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora