Segunda

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Iba tejiendo su vida así, con el nieto colgado en el corazón.
      —Pa ti trabajo, muchacho —le decía—. No quiero que pases calores, ni que te vayas a malograr, como tu taita.
      El niño la miraba. Nunca se le oía hablar, y aunque apenas alzaba una vara del suelo, madrugaba con su machete bajo el brazo y el sol le salía sobre la espalda, limpiando el conuco.
      La vieja Remigia tenía sus esperanzas. Veía crecer el maíz, veía florecer los frijoles; oía el gruñido de sus puercos en la pocilga cercana; contaba las gallinas al anochecer, cuando subían a los palos. Entre días descolgaba la higera y sacaba los cobres. Había muchos, llegó también a haber monedas de plata de todos tamaños.
      Con un temblor de novia en la mano, Remigia acariciaba su dinero y soñaba. Veía al muchacho en tiempo de casarse, bien montado en brioso caballo alazano, o se lo figuraba tras un mostrador, despachando botellas de ron, varas de lienzo, libras de azúcar. Sonreía, tornaba a guardar su dinero, guindaba la higera y se acercaba al nieto, que dormía tranquilo.
      Todo iba bien, bien. Pero sin saberse cuándo ni cómo se presentó aquella sequía. Pasó un mes sin llover, pasaron dos, pasaron tres. Los hombres que cruzaban por delante de su bohío la saludaban diciendo:
      —Tiempo bravo, Remigia.
      Ella aprobaba en silencio. Acaso comentaba:
      —Prendiendo velas a las ánimas pasa esto.
      Pero no llovía. Se consumieron muchas velas y se consumió también el maíz en sus tallos. Se oían crujir los palos; se veían enflaquecer los caños de agua; en la pocilga empezó a endurecerse la tierra. A veces se cargaba el cielo de nubes; allá arriba se apelotonaban manchas grises; bajaban de las lomas vientos húmedos, que alzaban montones de polvo...
      —Esta noche sí llueve, Remigia —aseguraban los hombres que cruzaban.
      —¡Por fin! Va a ser hoy —decía una mujer.
      —Ya está casi cayendo —confiaba un negro.
      La vieja Remigia se acostaba y rezaba: ofrecía más velas a las ánimas y esperaba. A veces le parecía sentir el roncar de la lluvia que descendía de las altas lomas. Se dormía esperanzada; pero el cielo amanecía limpio como ropa de matrimonio.

Dos pesos de agua 💧 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora