El festival de las rosas

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Casi no quedaba nada de la tormenta que había durado toda la mañana y parte de la noche anterior. En todo ese tiempo, Pablo se mantuvo cuidando de Izán, no había dormido nada en lo absoluto, estaba muy cansado. Aun así, seguía esperando a que su novio despertara. Izán dormía pacíficamente, eso solo ocurrió cuando el Abuelo de la Rosa y Arán le habían dado aquellas hierbas y después de conjurar un hechizo para calmar su mente.

Cada dos horas alguien iba a ver como seguía Izán, pero la respuesta que daba Pablo en muchas ocasiones era la misma, no había cambios. A decir verdad, Pablo estaba muy preocupado, y aún más, tenía miedo. Miedo de que el chico que amaba no despertara jamás de aquel plácido sueño que parecía tener, miedo de que no quisiera volver a la realidad, porque eso significaba afrontar la verdad, una verdad que era completamente desconocida y, sin embargo, dolía.

Pablo se acercó hasta Izán, lo miró. Era difícil para él creer que este Izán era el mismo que se había echado a llorar descontroladamente unas cuantas horas atrás. En cambio, este era un poco más parecido al suyo, muy tranquilo y sereno. Pero todos eran él mismo, aunque no lo parecieran, todos eran su Izán.

—Vuelve a mí, por favor— le dijo al oído.

Después de un largo rato, el sueño y el cansancio vencieron a Pablo, se quedó dormido a la orilla de la cama. Cuando Izán despertó, el sol estaba por esconderse. Se sentía algo cansado y le dolía la cabeza, al incorporarse se dio cuenta de que Pablo estaba dormido con los brazos y la cabeza en la orilla de la cama, mientras que el resto de su cuerpo se encontraba en el suelo. Trató de no moverse tanto para no despertarlo, pero no funcionó. Pablo abrió los ojos de golpe.

—¡Has despertado!— dijo Pablo, emocionado, se acercó hasta él y lo abrazó —¿Cómo te encuentras?

—Me duele un poco la cabeza— dijo tocándose —¿Qué... qué pasó?

—¿No lo recuerdas?

—Lo último que recuerdo es que estábamos en el acantilado, y de ahí todo se oscurece— dijo algo avergonzado.

—No tienes nada de que avergonzarte— le dijo Pablo tratando de tranquilizarlo —te desmayaste y alucinabas. Tu abuelo y Arán te dieron unas hierbas— omitió lo del hechizo, no sabía si eso le molestaría, así que no quería afligirlo.

Izán asintió.

—Lo siento— dijo ocultando su mirada.

Entonces Pablo tomó su rostro.

—Cariño, no tienes por qué disculparte. Está bien sentirse vulnerable a veces, eres una persona y las personas tienen sentimientos y emociones, no siempre podemos, ni tenemos que ocultarlas.

Izán sintió que las lágrimas comenzarían a salir en cualquier momento, trató de apartar la mirada de Pablo, pero este no lo dejó.

—Si quieres llorar, llora. Nunca, pero nunca, te sientas mal por llorar. Siéntete mal el día que ya no puedas hacerlo más.

Solo así, Izán comenzó a llorar una vez más, pero esta vez era diferente. Antes, sentía que no podía respirar, el aire le faltaba. Ahora, se sentía aliviado, sentía que podía respirar de nuevo. Al cabo de un rato, Izán se calmó, el haber llorado, mientras Pablo tomaba su mano, había sido liberador de alguna manera. En aquel momento, alguien tocó la puerta de su habitación.

—Pase— dijo Pablo.

Era el abuelo de la Rosa.

—¡Ya has despertado querido Izán!— dijo muy contento al verlo sentado en la cama.

—Acabo de despertar— le dijo su nieto, no había que comentarle que estuvo llorando por un rato.

—¿Cómo te sientes?

La Mansión de los EspejosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora