Había un niño, que tenía dos padres. Ellos fallecieron cuando él tenía cinco años. En realidad, los asesinaron en un centro comercial. El pequeño, poco después de su pérdida, fue recogido por un circo muy común. Recorrió todos los lugares que tu mente no puede imaginar y conoció tantas caras que la suya también se hizo muchas. A pesar de que todo marchaba muy bien, el mundo se redujo a cenizas: perros, gatos, personas y varillas se quemaron frente a los ojos del chiquillo. Luego del incendio, un orfanato lo acogió. Allí, miles de hábitos marcaron un comportamiento, mas no un rostro. "Hoy, seré este y mañana, ese", se decía cuando abría su armario y admiraba todas esas máscaras tan lindas y curiosas. Nunca acortó su colección; al contrario, la extendió hasta que su cómoda estalló.
Sin embargo, la explosión no hizo más que desordenar su delicada colección. Ya no tenía la libertad de abrir las puertas y escoger: las máscaras se ponían por sí solas. Tal vez, al despertar, el chico era él mismo. Aunque, cuando la tarde llegaba, el antifaz podía ser otro. Muchos niños del orfanato le tenían miedo. Su humor era como un péndulo dañado; no tenía ritmo ni tiempo ni exactitud. Incluso, hubo veces en las que los maestros se espantaban cuando el chiquillo se reía de repente y sus ojos parecían los de una bestia.
—Eso no es niño. Es un monstruo. —Decían los adultos al tiempo que le daban la espalda.
—Da miedo. No juguemos con él. —Sentenciaban los niños, quienes se hacían pasar por jueces.
El pequeño no entendía muy bien lo que pasaba y nadie, absolutamente nadie, le ofreció una mano para comprender. Se sentía solo, perdido y ansioso. Sabía que sus caras asustaban a los demás, pero él no tenía ni la menor idea de cómo controlarlas. "Ellas también pertenecen a este cuerpo", se decía cada vez que intentaba arreglar las tablas del desbaratado armario. Aquella era su única distracción para evitar ese mundo tan lúgubre; ese mundo que tan solo le permitía imitar.
Su adolescencia se tornó más pacífica porque sus otros compañeros dejaron de prestarle atención. Y más máscaras aparecieron. Una vez, entró a las duchas de las chicas, teniendo puesto el rostro de una mujer. Se desvistió también y se bañó sin mirar a las demás, quienes estaban pasmadas. Se oyeron susurros, todos aseguraban que él estaba loco y que no era un humano. Tal vez sí, tal vez no; el joven no le hacía daño a nadie. Él sentía dolor a causa de ser ignorado y no por más.
"Un día sí y un día no; hoy no, pero mañana sí." De esa manera, los sueños del muchacho resumían sus largas y arduas jornadas.
Como arte de magia, las máscaras volvieron a un organizado armario. El chico no lo podía creer, era algo casi fantasioso y extravagante. "La hechicería existe", se susurró. Comenzó a acariciar los cientos de rostros que se había robado durante muchos años de observación. Admiró la cuadriculada piel de la directora y el feo mostacho del cocinero del orfelinato. Jugó con el cabello rubio de alguna niñita caprichosa y con la nariz del payaso que siempre lo había hecho reír. Conversó con sus padres, les agradeció a los perros del circo y besó a los desnutridos gatos. Bromeó con todos esos que también habían sido niños, pero que luego fueron golpeados durante el camino. Les exigió a todos los dioses de su cómoda que fueran más claros y concisos, ya que los humanos no comprendían si no era vomitado. Además, les sacó la lengua a las falsas sonrisas del juez pecador, de la policía violenta y del líder mentiroso; insultó a todos esos infelices que encontraron la felicidad en la desdicha de otros.
Maldijo a las personas que difuminan memorias e identidades.
El chico quiso destruir el armario y regar las plantas del jardín del orfanato con las caras de su colección, como si fueran agua; como si él y todos fuéramos agua. Ojalá lo fuéramos. Lloró de impotencia, no porque no hallase su máscara, sino porque no se podía deshacer de ellas. Era horrible. Había rostros que odiaba con todo su ser. Era molesto, desagradable, deforme y repulsivo, tanto que, dentro del muchacho, un encono creció. Floreció cual flor entre el pavimento porque, a pesar de su soledad, él siempre amó.
Le enfureció el hecho de que odiar no bastaba para olvidar, para que esas máscaras desaparecieran. Su sangre hirvió porque su verdadera voz nunca saldría, porque sus ojos jamás tendrían un solo color y porque el reflejo que le ofrecía la vida era tan retorcido que jamás se reconocería. Él era el agua de un estanque abandonado que tiembla a causa del frío y del calor. Era un desastre no encontrar una solución, pero no era su culpa. El chico no era el creador de esas caras; ellas no le pertenecían. Tan solo lo llamaban monstruo porque reflejaba su alrededor.
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El Vacío
RandomAlgunos relatos que jamás se pudieron publicar por algunas razones, pero que he decidido guardar aquí.