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TODOS TIENEN UN DÍA MUY AJETREADO

Un poco antes de las dos de la tarde, Trumpkin y el tejón estaban sentados junto con el resto de las criaturas en el linde del bosque, contemplando la reluciente hilera del ejército de Miraz situada a unos dos tiros de flecha.

Entre ambos se había delimitado con estacas un espacio cuadrado de hierba rasa para el duelo. En los dos extremos más alejados estaban Glozelle y Sopespian con las espadas desenvainadas.

Las dos esquinas más cercanas las ocupaban el gigante Turbión y el Oso Barrigudo, quien a pesar de todas las advertencias recibidas se dedicaba a lamerse las patas y mostraba un aspecto, si hay que ser sincero, extraordinariamente estúpido.

Para compensarlo, Tormenta de las Cañadas, al lado derecho del terreno de la liza, completamente inmóvil excepto cuando golpeaba el suelo con uno de los cascos traseros, aparecía mucho más impresionante que el barón telmarino, situado frente a él a la izquierda.

Peter acababa de estrechar las manos de Edmund y del Aria, y se dirigía al lugar del combate. Era igual que el momento antes de que suene el disparo en una carrera importante, o mucho peor.

—Ojalá Aslan hubiera aparecido antes de tener que llegar a esto —comentó Trumpkin.

—También lo pensaba yo —dijo Buscatrufas—, pero mira a tu espalda.

—¡Cuervos y cacharros! —masculló el enano en cuanto lo hizo—. ¿Qué son? Son gente enorme, gente hermosa, igual que dioses, diosas y gigantes. Cientos de miles de ellos, que se aproximan por detrás. ¿Qué son?

—Son las dríadas, hamadríadas y silvanos —respondió el tejón—. Aslan los ha despertado.

—¡Vaya! —dijo la princesa—. Serán muy útiles si el enemigo intenta alguna traición. Pero no ayudarán demasiado al Sumo Monarca si Miraz resulta ser más diestro con su espada.

El tejón no dijo nada, pues en aquel momento Peter y Miraz entraban en el terreno cercado, ambos a pie, ambos con cotas de malla, yelmos y escudos.

Avanzaron hasta estar muy cerca el uno del otro. Ambos realizaron una inclinación y parecieron hablar, pero fue imposible oír lo que decían.

Al cabo de un instante las dos espadas centellearon bajo la luz del sol, y durante un segundo se pudo oír el estrépito del metal, pero éste quedó inmediatamente ahogado porque los dos ejércitos empezaron a gritar igual que una multitud enfervorizada en un partido de fútbol.

—¡Bien hecho, Peter, muy bien hecho! —gritó Edmund al ver como Miraz retrocedía un paso y medio—. ¡Sigue así, rápido!

Y Peter lo hizo, y durante unos segundos pareció que el combate estaba ganado. Pero entonces Miraz se recuperó, y empezó a hacer auténtico uso de su peso y estatura.

—¡Miraz! ¡El rey! ¡El rey! —rugieron los telmarinos.

Aria y Edmund palidecieron, llenos de horrible ansiedad.

—¡Menudos golpes está recibiendo Peter! —dijo Edmund.

—¡Vaya! —exclamó Aria—. ¿Qué sucede ahora?

—Se están separando —indicó Edmund—. Espero que recuperen el aliento. Observa. Ya vuelven a empezar, de un modo más técnico. Describen círculos sin parar, tanteándose las defensas mutuamente.

—Me temo que este Miraz sabe lo que se hace —refunfuñó el doctor.

Pero apenas acababa de decirlo cuando hubo tales aplausos, gritos y voltear de capuchas en el aire entre los viejos narnianos que resultó casi ensordecedor.

1. 𝗹𝗼 𝗾𝘂𝗲 𝗿𝗲𝗮𝗹𝗺𝗲𝗻𝘁𝗲 𝘀𝗼𝗺𝗼𝘀. 𝖾𝖽𝗆𝗎𝗇𝖽 𝗉𝖾𝗏𝖾𝗇𝗌𝗂𝖾 ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora