Los panes de la tienda de la esquina...

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31/1/22.

Los panes de la tienda de la esquina... eran simplemente deliciosos, no solo para mí, sino también para toda la cuadra, para la colonia entera. La tienda se llamaba de una manera extraña que no logro recordar, sin embargo, con tan solo recordar el olor que desprendía aquel lugar en las mañanas, mi boca comienza a salivar, algo que ahora es bastante difícil de hacer. En mi niñez, cuando apenas iba empezando la primaria, mi madre y yo caminábamos para ir a la escuela y siempre pasábamos por enfrente de esa tienda. Todos los días salían lo dueños a saludarnos mientras mi madre compraba el pan para la cena de ese día (porque siempre cenábamos pan con leche, café, café con leche o leche con chocolate) y mientras mi madre se encontraba ocupada platicando con el encargado de la caja, la dueña se agachaba a mi pequeña altura de entonces y me decía: "Pero miren quien ha vuelto, si es esta pequeña personita. ¿Cómo has estado? ¿Te gustó el pan de ayer? Mira, este es para que te lo lleves a la escuela y lo compartas con tus amigos. ¡Pero agárralo antes de que tu madre nos vea! Este será nuestro pequeño secreto, ¿De acuerdo?" y me tendía un pan envuelto en una lámina delgada de papel. En ese momento yo abría rápidamente mi bolsa para el almuerzo y metía el pan con la mirada en mi madre para asegurarme que no nos estaba observando. Al cerrar la bolsa le agradecía a la señora y con una sonrisa de boca cerrada ponía mi pequeño dedo índice encima de mis labios haciendo la señal de que guardara el secreto y ella me devolvía la sonrisa con el mismo gesto, mi madre terminaba de pagar y ambos nos despedíamos de la señora, quien siempre me guiñaba el ojo con un poco de picardía en el gesto. Después de unos minutos caminando mi madre siempre me preguntaba con una sonrisa "¿qué fue ese guiño?" pero yo simplemente apretaba su mano con la mía y con la otra dirigía mi dedo hacia mis labios. Eso bastaba para que ella supiera que no podía contarle.

Cuando llegaba la hora del almuerzo siempre me sentaba en el lugar más apartado del patio, esperando pacientemente a mi mejor y único amigo de entonces, quien siempre llegaba corriendo y haciendo un montón de escándalo. Yo terminaba callándolo y ayudándolo a subir a la banca bajo la sombra de un árbol que crecía afuera de la escuela. Era el mejor lugar para poder estar en paz y sin que alguien nos pudiera molestar. Antes de abrir mi bolsa miraba hacia todos lados para asegurarme que éramos los únicos que podíamos ver ese pequeño secreto, y entonces, solo entonces, abría mi bolsa, metía la mano y sacaba el preciado pan. Lo desenvolvía con mucho cuidado y lo partía en cuatro pedazos lo más exactos que podía. El primero era para mi mejor amigo, quien siempre escogía el más cercano a su mano y entonces se lo devoraba con un gran placer.

El segundo era pare mí, pero yo lo guardaba hasta terminar mi comida y entonces lo disfrutaba con mucha tranquilidad, tanta como alguien de primero de primaria, sin preocupaciones más grandes a saber contar más que tus amigos o tener útiles más bonitos, podría tener. Después daba un pequeño trago a mi agua y sonaba la campana para volver a clases.

El tercer pedazo era para mi maestra favorita. Ella era una mujer joven con el cabello castaño oscuro y ondulado, aunque siempre que se lo ataba en una coleta salían algunos mechones y caían sobre sus mejillas y encime de sus lentes rojos, que hacían ver a sus ojos cafés más pequeños de lo que eran, por eso a todos nos encantaba cuando se quitaba sus lentes para peinarse o limpiarlos. Ella era una persona muy amable y cariñosa, como cualquiera debería ser con niños que apenas empiezan en duro camino de la primaria. Cuando sonaba la campana yo salía corriendo antes que todos para poder poner el pedacito de pan sobre una servilleta que siempre dejaba la maestra en su escritorio, junto a su termo de color negro para la bebida de cada día. Siempre colocaba el pan con mucho cuidado y agarraba el termo unos segundos para calentarme las manos, que siempre traía frías, y lo abría para que mi nariz pudiera reconocer la bebida que contenía el termo. Mis favoritas eran y siguen siendo, sin duda alguna, el olor a café negro con un ligero toque de azúcar y el té de frutos rojos, igualmente endulzado que el café. Recuerdo que una vez le pedimos probar del café y a la mayoría no le gustó, pero como yo siempre cenaba un pan con café, con leche, con café con leche o con chocolate, el sabor se me hacía muy familiar, pero no era el mismo, tenía algo diferente al café que mi madre siempre preparaba, y eso me gustaba. Cuando todos empezaban a entrar al salón yo corría a mi lugar con muchas ganas de ver la reacción de mi maestra al pequeño pedazo de pan en su escritorio. Ella siempre era la última en entrar y cuando lo hacía siempre se sorprendía ( o se hacía la sorprendida) y se paraba en frente de la clase para preguntarnos "¿Quién ha sido tan amable de darme este pequeño pedacito de cielo?" pero nadie contestaba así que decía "Bueno, a quien quiera que haya sido le agradezco muchísimo y, si no les importa, me lo comeré justo ahora" y eso hacía. Al terminar las clases y antes de que nos fuéramos ella se acercaba a mi y me decía "Gracias por el pequeño regalito de cielo, cielo" y se iba, no sin antes dedicarme una enorme sonrisa.

Y el último pedacito era para mi madre, quien siempre estaba trabajando y haciendo todo a las carreras, excepto a la hora de la cena, ese era el único momento que tenía para sentarse tranquila y descansar un rato de su agitada rutina. Entonces cada quien comía un pan y platicaba sobre su día; y antes de terminar yo siempre salía corriendo hacia donde tenía guardado su pedacito de pan. Regresaba y se lo ponía con cuidado en frente de ella. Lo que hacía era mirarme con sorpresa y luego me dedicaba una sonrisa para empezar a llenarme de besos con labial toda la cara.

Recuerdo cuando la señora murió; todos en la colonia estábamos muy tristes y muchísimas personas asistieron al funeral. Recuerdo muchas manchas negras caminando, personas llorando y al dueño de la tienda acercándose al ataúd de la señora para ponerle una rosa blanca encima, entonces las demás personas empezaron a acercarse con rosas para colocarlas junto con la del señor. Yo empecé a avanzar junto con mi madre, quien tenía la rosa de los dos, pero yo quería darle algo especial a la señora, como ella me había dado algo especial a mí. Cuando fue nuestro turno mi madre puso la rosa y entonces yo saqué de mi bolsa para el almuerzo mi pan, y se lo di entero, para luego, con una lágrima corriendo por mi mejilla colocar mi dedo índice en mis labios, haciendo la misma señal que nos habíamos hecho todos los días durante mucho tiempo. Y desde entonces, cuando pienso en ella siempre recuerdo que...

Los panes de la tienda de la esquina...

M. Chamay bat

Relatos escritos con una taza de café y un poco de música.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora