Una vida mortal

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El paso del tiempo en la civilización hizo saber a los dioses que la duración del nuevo sol sería larga. A pesar de que los sacrificios ya no eran iguales, seguían obteniendo alimento de aquellos que derramaban sangre a diario. Tonatiuh y los demás dioses permanecían en las sombras, expectantes a las acciones de los mortales. Dejando que solamente algunos siguieran creyendo en ellos y las antiguas historias.

Por un tiempo, Tonatiuh observó a una mortal. Siguió sus pasos hasta que tuvo la oportunidad de presentarse ante ella. Diana estaba vagando por una de las calles de la Ciudad de México. Era el mes de diciembre, uno de los más fríos para aquellos que no tenían un techo que cubriera sus cabezas. Estaba con la ropa rota y llena de todo tipo de porquería. Una gruesa capa de mugre le cubría la piel y nadie se hubiera acercado a ella pues el hedor que emanaba era insoportable. Todos los que se topaban con Diana arrugaban la cara o se cubrían sutilmente la nariz para no verse tan groseros ante la mujer que pedía unos cuantos centavos y un poco de comida. Los más amables le daban un plato lleno de alimento y sobre esto, descansaban unas cuantas tortillas que se enfriaban casi de inmediato.

—Murió o, tal vez no —murmuraba desesperada mientras se llevaba la comida a la boca que medio escupía al hablar—. Se quedó ahí. Estaba ahí porque yo la dejé. Luego ya no estaba. Se esfumo o, tal vez no.

El agua que bebía mojaba levemente sus labios agrietados mientras inclinaba el vaso hacia sí misma y observaba a todos los que pasaban por la calle. Estaba buscando a alguien que ya casi era una sombra en su memoria. Diana no era una mujer vieja, nada afectaba su vista, pero aun así la memoria de su vida estaba muy borrosa. Tanto que no tenía forma de recuperarla. Su alma estaba rota y su corazón apenas sí albergaba los recuerdos de aquellos a los que una vez amó. Todos sus seres amados acudían de vez en cuando para saludarla en sus sueños y ella los recordaba al despertar.

—Era linda y pequeña. Su piel suave como el terciopelo —susurró mientras tomaba los viejos cartones y los apilaba debajo de su brazo. El cielo estaba lleno de nubes grises que anunciaban una extraña tormenta. La oscuridad lo ocultaba, pero ella sabía que llovería. Pronto el viento húmedo movió sus cabellos enmarañados—. Lo estaba abrazando cuando fui a la habitación. Sí, sí. Eso estaba haciendo.

Todas las imágenes que tenía en la cabeza estaban revueltas. Esto quizá se debía a tantas cosas que bebió, inhaló e inyectó mientras vivía en aquel apartamento que estaba ubicado en el centro de la ciudad. No sabía las veces que había sonreído después de drogarse con lo que le ponían enfrente. Los colores brillantes bailoteaban frente a sus ojos y la música le hacía cosquillas en todo el cuerpo. Bailaba hasta que sus pies no podían más. Bebía hasta que saciaba su sed. Al volver a casa, se arrancaba la ropa y entregaba sus caricias a Menotti. El guapo italiano que robó su corazón. En la eternidad de la noche se entregaba sin detenerse por un instante a respirar.

—El agua maldita va a...

Sus palabras fueron arrancadas de sus labios por el automóvil que iba a gran velocidad y salió de la oscuridad. El impacto de la caída fue tan fuerte que ni siquiera consiguió enterarse de lo ocurrido. El conductor, muy asustado, se fugó mientras el cuerpo de Diana fue cubierto por la lluvia. Al amanecer, Tonatiuh la observó sin poder hacer nada. Sintió un poco de pena, pero encontraría la forma de hablar con ella.

Quizá debería ir al inframundo, cuando su mente estuviera más clara y así iba a conseguir la información que necesitaba. Pero una mortal se le adelantó. La mujer que le daba comida fue la que llamó a una ambulancia para que la ayudaran. La lluvia consiguió desaparecer un poco el mal olor del cuerpo que seguía inmóvil sobre el pavimento. Las manchas de sangre se diluyeron y a los pocos minutos Diana estaba dentro de la ambulancia mientras intentaban descubrir si seguía con vida. Milagrosamente, lo estaba. Tenía ambas piernas rotas, contusiones y muchos golpes. Tras lavarla, se dieron cuenta de que no era una vagabunda cualquiera. Sin la mugre quedó al descubierto la piel apiñonada llena de moretones. Sus cabellos castaños se rizaron y sus ojos marrones claro se entreabrieron algunas veces mientras intentaba hablar. Ella quería pedir que la dejaran morir y lanzaran su cuerpo a alguna alcantarilla cercana para que nadie pudiera encontrarla. No merecía piedad, ni una pizca de atención que ahí le estaban brindando.

Cuando eres espíritu no sueñasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora