La bola de cristal

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Ambos dioses salieron de la habitación cuando el doctor certificó la muerte de Diana. Caminaron por el pasillo para alejarse de los mortales.

—¿Cuánto tiempo llevas con esto? —indagó Mictlantecuhtli. Seguía sin comprender las acciones de su hermano.

—El suficiente como para llamarte. Estaba cerca de ese maldito cuando...

—Me refiero a la primera vez. —Le interrumpió.

—Fue cuando le pedí a ese Tlamacazqui el sacrificio del joven —admitió. Tonatiuh quería que su hermano le entendiera, aunque era imposible.

Mictlantecuhtli lanzó un leve silbido ante la revelación de Tonatiuh.

—De eso ya hace muchísimo tiempo —dijo recordando ese momento y se detuvo—. Debo irme al Inframundo. No todos tenemos el privilegio de ponernos a descansar para bus...

—¡No estoy descansando! —interrumpió Tonatiuh bastante molesto y se acercó de forma amenazante al dios de la Muerte.

Mictlantecuhtli intentó no reírse. Alzó albas manos poniendo cara de inocente y al cabo de unos segundos desapareció. Tonatiuh intentó calmarse. Debía darse prisa para mirar en la memoria de Diana. Contempló la bola de cristal y se sumió en sus propios recuerdos. Justo después de obtener aquel sacrificio que lo condujo a una espiral de desesperación. Consiguió acordarse del altar que le hicieron con el sacrificio y los detalles llegaron uno a uno hasta envolverlo. Tras la muerte del joven, Tonatiuh estuvo a la espera de terminar su viaje por la bóveda celeste. Necesitaba con urgencia sentir ese corazón deslizarse por su garganta para saciar toda el hambre que le aquejaba.

Cuando terminó su viaje, se apresuró a acercarse al sitio en el que estaba todo lo que había pedido como regalo. Mientras se acercaba, recordaba la manera en la que la luz se iba apagando en los ojos del mortal. Escuchaba de nuevo el último aliento que le salió del cuerpo. Solamente el ruido de la tierra quemándose lo sacó de su ensoñación.

Entró al recinto en el que estaba acomodado el altar en su nombre.

La figura tallada con su imagen estaba justo en el centro y tenía esa típica expresión con la que se le solía representar. El rostro enfurecido y con la lengua de pedernal de fuera como si estuviera a punto de ir a la batalla. El olor de la sangre le llegó a la nariz y casi de inmediato tuvo que tragar la saliva que se le estaba acumulando en la boca. Distribuidos por el altar, estaban la vasija con la sangre y el tazón con el corazón. Se acercó con calma a la cabeza que estaba acomodada justo en los pies de su imagen. Acarició la mejilla del mortal que mantenía los ojos un poco cerrados.

Sin más demora, tomó la vasija en la que estaba la sangre y, tras volverla líquida, la bebió sin darse un respiro mientras que un hilo rojo le resbaló por las comisuras de los labios. Tras beber se apresuró a tomar el corazón y lo tragó de un solo bocado. Sintió que el órgano le resbaló por la garganta y se quedó contemplando el rostro del joven en la espera de algo. No sabía lo que estaba esperando. Supuso que beber y comer del mortal que tanto deseaba, le iba a quitar esa necesidad que se le había instalado en el pecho al verlo por primera vez, pero no ocurrió.

Algo faltaba. No estaba bien. Comer y beber del mortal no le había quitado el hambre. Contempló el altar unos momentos, como si ahí pudiera encontrar la respuesta.

—¡Maldita sea! —gritó con furia. Aventó una de las vasijas que se hizo añicos al estrellarse contra uno de los muros.

Obedeció a sus deseos y destruyó cada elemento del altar. Frustrado, se llevó las manos a la cabeza. No comprendía las razones por las que el sacrificio no le dejaba satisfecho. Se levantó y contempló el rostro del mortal.

Cuando eres espíritu no sueñasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora