Unión

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Mictlantecuhtli estaba sentado en su trono. Pensaba en su hermano y lo que hacía para hallar el alma de un mortal cualquiera. No comprendía las razones que lo movían para husmear en la memoria de una mujer. Intuía que hacerlo le haría recordar todas las veces que perdió la cabeza.

—Tonatiuh, hermano —susurró—. No puedo creer que hagas esto de nuevo.

No era la primera vez que se preocupaba por él. Pudo acordarse de cómo comenzó todo. Su padre, Ometeotl, le había pedido aquella alma que perteneció al sacrificio para deshacerse de ella. En ese tiempo, Mictlantecuhtli estaba interesado en lo que le estaba ocurriendo a su hermano Tonatiuh.

¿Por qué razón un dios iba a desear con tanto fervor el alma de un simple mortal? ¿Qué era lo que su hermano quería comprobar?

Acaso, ¿iba a devorar el alma del mortal? Se estremeció ante tal idea. Ningún dios hacía eso y el simple hecho de imaginarlo le revolvía las entrañas.

Siguiendo las instrucciones de su padre, pasó dos días siguiendo el alma que estaba en el camino que iba directo al Mictlán. No la iba a tomar hasta comprender lo que era diferente. El alma no parecía distinta. En ese momento estaba cruzando el tercer nivel. Estaba en Iztepetl, el sitio en el que estaba el cerro de obsidiana. Miró con sus ojos brillantes blancos, cómo el alma del mortal se movía entre las demás. Algunos caminaban en la misma dirección y otros más parecían perdidos andando por todas partes entre los picos de obsidiana que se elevaban en alturas irregulares. El sitio era inhóspito para un mortal, pero las almas podían cruzarlo sin mayores problemas si las cosas arriba estaban bien. Solamente aquellos atormentados sufrían cortaduras en todas las partes de su alma mientras se movían intentando encontrar el camino correcto.

Tal y como había ocurrido en los días pasados. Tonatiuh intentó invocar a su hermano para pedirle el alma. Mictlantecuhtli se cubrió los oídos y sacudió la cabeza sin perder la concentración en el alma. Le era increíble que su hermano siguiera insistiendo pese a saber las reglas. Una idea le atravesó la cabeza. Le cortó profundo como si de un pedernal de tratase. Amaba a su hermano y saber que tenía una dolencia le hacía sufrir igual. Hablar con Ometeotl que ya había emitido su decisión no era una opción. El dios de la Muerte avanzó entre las puntas de obsidiana que no le hicieron daño y se acercó hasta el alma que no había detenido su viaje.

—Mortal, te ordenó que detengas tu camino —soltó y el alma se detuvo de inmediato.

Mictlantecuhtli se rascó la barbilla. En ese momento escuchó los llamados desde arriba. Alargó la mano y la posó sobre la cabeza del alma para comprimirla. Una vez que lo consiguió, tomó una pequeña perla de ámbar y alzó la mirada. Estaba decidido a terminar con todo el asunto del alma de mortal y su hermano que, por alguna razón, seguía sediento y al borde de la yollotlaulilocayotl. Si algo le ocurría a su hermano, no iba a perdonárselo. Además, no podía morir el quinto sol. Todos los dioses habían acordado que sería el último y tenía que proteger el hermoso equilibrio que habían conseguido.

Nantsin, momakilia semikan. A ti, suplico por ayuda —susurró alargando la mano.

Pronto apareció un pequeño retoño que floreció de inmediato. Si todo funcionaba como quería, iba a recibir la señal. Esperó unos segundos y el sonido del aleteó le hizo sentir un poco de alegría.

Miró en la lejanía y pudo distinguir a una libélula que se acercaba veloz.

Una vez frente a él se posó sobre la flor y la luz brillante le lastimó los ojos. Los cerró por unos momentos y el dulce olor de las flores le hizo abrir los ojos. Frente a él, estaban las miles de flores que estaban siendo besadas por abejas y colibríes. Alzó la vista y la encontró sentada en su gran trono hecho de flores de cempasúchil. Sonrió al verlo y se puso de pie para acercarse al mismo tiempo que él lo hacía.

Cuando eres espíritu no sueñasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora