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LA ISLA DE LAS VOCES

Y entonces los vientos, que durante tanto tiempo habían soplado del noroeste, empezaron a soplar del oeste mismo y cada mañana cuando el sol surgía del mar, la proa curva del Viajero del Alba se alzaba justo en medio del astro de los reyes. Algunos pensaron que el sol parecía más grande allí que en Narnia, pero otros discreparon.

Navegaron sin pausa impelidos por una brisa suave pero a la vez constante y no avistaron ni peces, ni gaviotas, ni barcos, ni costas. Y las provisiones volvieron a escasear, y se deslizó furtivamente en sus corazones la idea de que tal vez hubieran llegado a un mar sin fin.

No obstante, cuando amaneció el último día que podían arriesgarse a proseguir con su viaje al este, justo al frente entre ellos y la salida del sol, divisaron una tierra llana posada en el agua como una nube.

Atracaron en una bahía amplia mediada la tarde y desembarcaron. Era un lugar muy distinto de los que habían visto hasta entonces; pues una vez que atravesaron la playa de fina arena lo hallaron todo silencioso y vacío como si fuera un territorio deshabitado, mientras que ante ellos se extendían céspedes uniformes en los que la hierba era suave y corta como la que acostumbraba a haber en los jardines de una gran mansión inglesa que dispusiera de diez jardineros.

Los árboles, que abundaban, estaban todos bien separados unos de otros, y no había ramas rotas ni hojas caídas en el suelo. De cuando en cuando se oía el arrullo de alguna paloma pero ningún otro ruido.

Al cabo de un rato llegaron a un sendero de arena, largo y recto, en el que no crecía ni una mala hierba, con árboles a ambos lados. A lo lejos, en el otro extremo de aquella avenida, divisaron una casa; muy alargada y gris y de aspecto silencioso bajo el sol de la tarde.

Nada más entrar en aquel sendero, Mariam advirtió que se le había metido una piedrecilla en el zapato. En aquel lugar desconocido tal vez habría sido mejor que pidiera a los otros que aguardaran mientras se la quitaba, pero no lo hizo; se quedó rezagada sin hacer ruido y se sentó para quitarse el zapato. Se le había hecho un nudo en el lazo.

Antes de que hubiera conseguido deshacer el nudo sus compañeros estaban ya a bastante distancia, y cuando por fin se sacó el guijarro y volvió a calzarse el zapato ya no los oía. Pero casi al momento oyó otra cosa, que no provenía de la casa.

Edmund se dio cuenta de su presencia, se acercó a ella a esperarla, cuando vio que hacía muecas le ayudo y después le dio un ligero beso en sus labios para seguir con el recorrido tomados de la mano.

Lo que oyeron fue un golpeteo, que sonaba como si docenas de trabajadores fornidos dieran en el suelo con todas sus fuerzas con enormes mazos de madera. Y el sonido se acercaba con rapidez.

Estaban sentadas ya de espaldas a un árbol, y puesto que éste no era uno al que pudiera trepar, no pudieron hacer otra cosa que quedarse allí, totalmente inmóvil, y aplastarse contra el tronco con la esperanza de que no los vieran.

Plomp, plomp, plomp... y fuera lo que fuese tenía que estar muy cerca ya porque notaban que el suelo se estremecía. Sin embargo, no veía nada y pensó que la cosa -o cosas- debían estar detrás de ellos.

Pero entonces oyeron otro plomp en el sendero justo delante de ellos. Suponieron que era en el sendero no únicamente por el sonido sino porque vieron como la arena se desparramaba como si le hubieran asestado un golpe tremendo.

Pero no vieron qué la había golpeado. A continuación todos los sonidos de golpes se juntaron a unos seis metros de distancia de ellos y cesaron de improviso. Entonces se oyó una voz.

Realmente resultaba aterrador porque seguía sin ver nada. Toda aquella especie de parque seguía mostrando el mismo aspecto tranquilo y vacío que había tenido cuando desembarcaron. Sin embargo, a apenas unos pocos metros de ellos, una voz habló. Y lo que dijo fue:

²𝗟𝗢 𝗤𝗨𝗘 𝗥𝗘𝗔𝗟𝗠𝗘𝗡𝗧𝗘 𝗙𝗨𝗜𝗠𝗢𝗦||ᴱᵈᵐᵘⁿᵈ ᴾᵉᵛᵉⁿˢⁱᵉ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora