Kinshasa I

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Kinshasa, 28 de octubre de 1976

Sólo hay dos formas legítimas de llegar al corazón de África, una es atravesar las serenas inmensidades del Sahara y la otra, fluir con las aluviales incoherencias del río Congo. Yo no opté por ninguna. Yo compré el ticket más barato que pude hallar. Viajé al Congo transcurridos unos diez años del inicio de la "zairinización", pero aun las tensiones se podían respirar. El país parecía un genuino experimento social en curso, por doquier había personas que todavía no sabían bien como nombrar las cosas. Los blancos, en un último y luctuoso intento de resistencia, continuaban llamando las ciudades por sus antiguos nombres. Y hacían bien... Recuerdo de niño cuando veía fascinado ese científico instrumento que rezaba "Estado Libre del Congo" donde serpenteaban entre la verdeoscura selva, las aguas inalcanzables, siempre sobresalían dos puntos notables; uno en cada extremo del río, como los dos puntos que definen el segmento, como el Alfa y la Omega: "Leopoldville" y "Stanleyville". Mi mente pueril deconstruía fácilmente: "la ciudad que pertenece a Leopold, la ciudad que pertenece a Stanley". Era, sin lugar a dudas, un claro mensaje. Los negros por su parte, no sabían ni qué hacer, entre el dilema de ofender al viejo dueño o al nuevo. Al menos todo esto sabía, por los amigos que regresaban. Corbatas prohibidas, bautizos clandestinos, el trauma de la desconversión, la reconversión, la habituación... eso era, aunque algo desapasionadamente, lo que anhelaba encontrar. Quería sentir un espacio libre. O al menos, liberándose. Quería tocar una descolonización encarnada. Regresar, y acompañarlos en su regreso.

En el aeropuerto me esperaba una gran sonrisa. Tenía un papel con mi nombre. Me acerqué y pasé no poco trabajo confirmando a su repentina incredulidad que efectivamente era yo a quien había venido a recoger. No obstante, una vez pasada la prueba mi anfitrión experimentó una cada vez más progresiva metamorfosis. Comenzó con un sentido mea culpa, que incluyó además la historia de su vida, y unas lágrimas. "No pasa nada", interrumpí "si Raoul lo recomendó a usted, es porque debe ser un chofer excelente". Entonces sonrió, me propinó unos amigablemente agresivos golpes en el hombro y me indicó un auto cercano mientras llevaba mi equipaje.

Sombras sobre el UbanguiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora