Prefacio

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Mi compañero no dejaba de quejarse, pero a mí no me importaba. Ya me había acostumbrado a sus ruidos incesantes.

—¿Sabes? Las personas hemos rezado durante siglos pidiendo que los seres queridos que nos han dejado, aquellos que murieron, resucitaran como hizo el mismísimo Mesías. Queríamos que volvieran con nosotros.

Pero no de esta forma.

No sin conciencia, sin moral.

Y en definitiva, no con ese hambre voraz de carne.

—Me pregunto, ¿por qué no les importa sí es carne humana o animal? Parece que lo vital es que su presa esté viva. O al menos, fresca.

Él siguió con lo suyo, y aunque me miraba en detalle, en realidad no me prestaba atención. Le importaba un comino lo que yo pensara.

Respiré, profundo, y luego tosí, arrugando la nariz. Había olvidado que no debía hacer eso, porque allí debajo, donde ambos estábamos encerrados, olía a muerte. Y sí bien, ya me había acostumbrado, a veces llegaba a ahogarme con el aroma.

—Como sea, he pensado en lo que hablamos la semana pasada. Todo este hediondo olor a cuerpo en descomposición sí que nos está haciendo mal, debería subir para deshacerme de eso... —hablé, mirando a su alrededor.

Decidí hacer algo: me levanté de la cama en donde había estado sentada, me coloqué guantes, tomé una bolsa grande y me dirigí hacia él, pues estaba rodeado de extremidades y tripas de infectados.

Infectados. Así les decía yo, aunque también le llamaba por otros montón de apodos: caníbales, muertos vivos, resucitados, los que regresaron, cadáveres andantes, descerebrados... Ese último era más bien irónico, porque sí tienen cerebro y es lo único que parece funcional y hace andar sus extremidades.

¿De dónde habían salido esas cosas? No tenía idea y la verdad creo que tampoco me importaba. ¿Por qué? Realmente no cambiaba nada saberlo.

Sí fuese una científica que estuviera investigando una solución, pues entonces supongo que sí sería importante. Pero yo no lo era; a pesar de haber hecho con los muertos varias pruebas, solo fue para saber con quiénes me enfrentaba. Mejor dicho, con qué.

Ellos habían aparecido hace seis semanas; yo solo podía llevar la cuenta gracias a mi reloj de mano y el calendario que había llegado a guardar conmigo, aunque estaba segura de que la mayoría de los humanos (que no debían ser muchos a éstas instancias) ya habían perdido la cuenta y no sabían en qué día estaban viviendo.

—Oye, ¿a ti te conté cómo viví todo esto? ¿No? Bueno, cuatro meses antes, yo había dejado mi empleo y no sabría decir sí fue por suerte o desgracia.

Desgracia: era oficial en el ejército, por lo que sí me quedaba allí, hubiera estado rodeada de soldados, armas y provisiones. Segura.

Suerte: no debía trabajar para el estado y podía estar a salvo, descansando en mi búnker. Sola.

—Como sea. Aquí estamos —exclamé, abriendo los brazos y señalando a mí alrededor.

Sé que no es normal tener un búnker con provisiones, armas, ropa, una cama, electricidad, un baño, velas e incluso libros para entretenerse.
Pero realmente el búnker no era mío, sino de mi esposo. Desde que lo conocí, siempre dijo necesitar uno y en cuanto tuvo una casa y el dinero, mandó a crear un búnker en su patio trasero.

Él siempre había sido muy precavido, y a decir verdad, algo neurótico. Aunque sí lo pienso mejor, gracias a eso estoy viva y resulta que él tenía razón: necesitábamos el búnker.

Bueno, yo necesitaba del búnker, ya que él no estaba allí. Nunca estaría allí.

Y pensar que él lo había querido por terremotos o huracanes, sin pensar en puto fin del mundo.

Lost Bullet [Daryl Dixon/Negan Smith] - The Walking DeadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora