Capítulo 1: Valeria. Los Ángeles

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Al bajarme del avión intenté adelantar a todos los pasajeros para dirigirme hacia la recogida de las maletas en el aeropuerto. Mi terror de viajar no radica en que pueda fallar un motor, dos, o que el avión caiga en picado, sino que se pierdan mis pertenencias.

Es por ello, que cada vez que vuelo, tras el aterrizaje, intento llegar la primera a recoger mi equipaje y que así nadie pueda perdérmelo.

Desde que anunciaron por megafonía en miles de idiomas diferentes que el equipaje de mi vuelo había sido mezclado con otro por problemas de organización, pude sentir cómo la vena del cuello se me hinchaba sin poder evitar que una mezcla de preocupación y enfado me invadiera ante la inminente posibilidad de perder mis últimos 18 años plasmados en recuerdos materiales en aquel maldito aeropuerto.

Por la cinta empezaron a pasar maletas de todo tipo, pero ni rastro de las mías. Como de costumbre, cada vez que estaba nerviosa me llevaba el dedo índice a la boca y no podía evitar el asqueroso acto de morderme las uñas. Lo peor de todo es que por muy arregladas que tuviera las manos, acababan irregulares y con el esmalte desconchado. Las tenía pintadas de color violeta, era el color de la temporada según Pantone. Pero dada todas las horas de viaje, y los nervios de estos días sobre todo lo que se me venía encima, hicieron que la manicura me quedara horrible.

Del dedo índice pasé al corazón y al anular, y cuando la desesperación me hizo llegar al meñique, vi por fin aparecer mi equipaje.

Cogí la maleta rosa, y cuando alcancé la de color oscura, un tatuaje de una serpiente que adornaba todo un brazo quiso hacer el amago de cogerla.

Lo siento, pero es mi maleta – Dije con voz temblorosa. Aquel brazo pertenecía a un chico alto y moreno.

Se notaba que estaba nerviosa, no me gustaba hablar con extraños, y menos aún poder desencadenar una pelea en medio del aeropuerto por una maleta. El desconocido suspiró a la vez que se masajeaba las sienes con el brazo contrario al tatuado.

– Hazme el favor de soltar mis cosas que tengo prisa y no estoy para tonterías de niños. –¿Tonterías de niños? Me quedé anonadada ante su especulación. Aquella frase estaba rodeada de un tono despectivo que parecía que quemase a cualquiera que lo escuchara.

– Mira - Le dije, cogiendo la maleta y enseñándole la parte superior de la misma donde tenía una etiqueta que ponía mi nombre: Valeria. Sabía que llevaba razón, y aquel maleducado que olía a colonia de Calvin Klein a 20 metros de distancia, no iba a quedar por encima de mí. – Así que a ver si la próxima vez no hablamos antes de tiempo eh. – Explayé. Dando un golpe con la maleta en el suelo y mostrando una falsa autoridad.

Aquel metro casi 90, se limitó a resoplar, a mirarme con desaprobación, y sin siquiera darme unas disculpas, se limitó a desaparecer por donde había llegado.

Lo bueno de mudarme a una ciudad tan grande como Los Ángeles es que no conocía a nadie, nadie me conocía a mí y aquel chico que me dió el primer dolor de cabeza estadounidense no lo volvería a ver jamás.

Toda mi vida había vivido en Bibury, un pequeño pueblo de 600 habitantes en Inglaterra, a unas 6 horas en coche de Londres.

Vivía con mis padres. Mi madre cuando nací dejó de trabajar para dedicarse a mi cuidado desde pequeña. Sinceramente creo que, con ella, me tocó la lotería nada más haber llegado al mundo. Es la bondad personificada. Cada vez que tengo un problema sé que puedo confiar en ella. Mi madre para mí siempre ha sido más que una madre. Es mi mejor amiga, mi confidente, mi pañuelo de lágrimas y mi consuelo. Lo es todo, y pensar que la tenía tan lejos, me rompía el corazón en mil pedazos.

Tengo la suerte de que con una palabra y una mirada puedo llevarme horas riéndome con ella. Me encanta cuando me dice que la maquille para ocasiones especiales o nos robamos la una a la otra las pinturas de uñas.

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