Capítulo 24:

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Santiago, 2016.

Esa tarde al llegar al hotel, Blanquita recibió a Victoria y a Ivar con una rica cena. El aislamiento y la calidez del lugar, le daban a Victoria la sensación de resguardo que necesitaba desesperadamente. La sobremesa se hizo con un merlot frio para acompañar el postre y en la conversación se dio la instancia que, la joven pudiera relatar un poco de lo sucedido con la pareja de su madre sin ahondar en mucho detalle. Blanquita y Don Julio no pudieron evitar cobijarla en un abrazo, desde el primer momento que la vieron pudieron percibir que la chica era buena y dulce, pero también, sintieron el dolor y sufrimiento en su mirada y su instinto protector de abuelos les hizo acogerla, al igual que lo habían hecho con Ivar años atrás, haciéndolos sentir como si fuesen parte de su familia. Cuando la noche se volvió cansadora para Blanquita y Don Julio, estos se despidieron de los jóvenes para retirarse a su habitación, el día había sido extenuante para ellos y se había alargado más de lo habitual con la llegada de Ivar y Victoria, que al quedar solos se dispusieron a retirar, limpiar y ordenar los platos de la cena y se fueron a la cabaña con la media botella de vino que les quedaba.

Al entrar en la cabaña una sensación reconfortante inundó el pecho de ambos; no habían pasado muchos días fuera de esas cuatro paredes, pero volver al lugar donde dieron rienda suelta a sus emociones, les hacía sentir una comodidad y una calidez que les acariciaba el alma. Soltaron sobre el mesón de la cocina, las mochilas con las ropas que usarían por las dos noches de estadía y suspiraron al mismo tiempo, coincidiendo con sus miradas en el sentimiento y sonriendo, mientras Ivar la cubría con sus brazos y compartían besos llenos de ternura. Colocaron la radio en la emisora que llegaba a lugar y bebieron el resto del vino, a la vez que Ivar improvisaba guiándola en un lento y suave baile que poco a poco se disolvió entre caricias más seductoras que, los llevaron a reencontrarse con sus cuerpos una vez más, hasta dormirse uno en brazos del otro.

Esa noche, los sueños de Victoria estuvieron llenos de lujuriosas visiones de otra época; bajo una tenue luz de la luna que ingresaba por una ventana, dos amantes se encontraban en una habitación colonial, recorrían sus cuerpos con una compenetración que le parecía mágica y le hacía sentir el mismo estremecimiento que le daban las caricias y besos de Ivar cuando se amaban; por lo que estaba cada vez más segura, que esos sueños sin duda se relacionaban con ellos de alguna forma inexplicable. Al despertar sedienta y empapada en sudor, se liberó de los brazos y piernas de Ivar que la rodeaban, para encaminarse a la cocina, y al regresar, se sintió inspirada al ver el cuerpo desnudo de él entre las sábanas y sus cabellos dorados sueltos. Aún no amanecía, pero las aves ya estaban despertando en las copas de los árboles y su canto era como una melodía esperanzadora y relajante. Con el mayor silencio posible, extendió el atril y posó un lienzo en blanco. Con un lápiz de carbón esbozó la silueta de aquel hombre que, a sus ojos, era una perfecta obra de arte renacentista, una mezcla divina entre el Adán de Miguel Ángel [1] y Lucifer de Cabanel [2]. Los minutos trascurrieron con Victoria detallando cada espacio de la anatomía de Ivar que, a ratos cambiaba de posición con su expresión apacible y relajada, disfrutó el trazo de cada línea de su rostro en la tela, tratando de ser lo más minuciosa posible en el respingo de su nariz, la curvatura de sus doradas pestañas tupidas y la proporción de sus cejas y sus ojos que se asemejaban a un ángel durmiendo. En cada trazo del pincel con el óleo en la tela, su mente y sus sentimientos se influían abstrayéndola de todo lo negativo, sus pulsaciones se ralentizaban marcando el ritmo de su respiración pausada y profunda, toda ella era paz y armonía, e Ivar que se había despertado, se dedicó a observarla con disimulo y en silencio cómo pintaba concentrada su retrato. Estaba sentada en una de las sillas altas del mesón de la cocina, con la parte inferior de su cuerpo envuelta en el cobertor, su torso desnudo y sus cabellos largos cubriendo sus pechos; el detallarla por largos minutos le hacía dividirse entre la tentación por ir hasta ella y devorarla, o seguir disfrutando de la hermosa visión que tenía ante sus ojos, quedándose inmóvil y haciéndose el dormido para no interrumpir su ensimismamiento.

Los viajes astrales de Victoria Labbé (En Proceso)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora