Le gustaría decir que no recordaba la última vez que había recorrido ese camino, pero la miseria era un sentimiento que lo azotaba con tanta fuerza que era imposible olvidar cómo, siempre que atacaba, casi inconscientemente sus pasos se encaminaban por esas calles llenas de clubs y luces de neón.
Parejas y grupos de amigos buscando un lugar en el que pasar la noche pasaban por su lado con carcajadas y frases incoherentes que le hacían recordar a una versión más joven de él, más relajada, más ingenua y definitivamente más sana. Sí, tenía fines de semana en los que se embriagaba tanto que ni siquiera podía recordar su nombre, pero, en ese entonces, las razones que lo empujaban hacia el alcohol eran solo recreativas y no autodestructivas.
Aunque, si lo pensaba bien, en ese momento, su destino era la escapatoria más sana que tenía para esas noches.
—Hey, amigo, ¿tienes un encendedor? -Le preguntó un chico de voz alegre que caminaba en sentido contrario.
Sin contestar verbalmente, comenzó a palpar los bolsillos y le ofreció el encendedor rosa que había quedado en el bolsillo de la chaqueta la última vez que se había encontrado con él. Sonrió casi imperceptiblemente al volver a ver ese pequeño regalo que había olvidado.
—Gracias, amigo. ¡Que tengas una buena noche! -dijo el desconocido retomando su camino.
Realmente eso espero, pensó volviendo su mirada al frente al tiempo que el humo del cigarrillo del chico se colaba por su nariz.
Mierda, necesitaba un cigarrillo.
Palpó nuevamente los bolsillos de su chaqueta en busca de la cajetilla sellada que lo había acompañado a todos lados desde hacía un mes. La observó un segundo mientras caminaba, pensando en si estaba preparado para romper su abstinencia. El color rojo de la parte superior del pequeño paquete se transformó en una especie de señal, una advertencia conocida que, como siempre, preferiría omitir.
A veces se preguntaba qué pensaría su familia, sus amigos e incluso sus compañeros de trabajo si se enteraran que ese ciudadano modelo que conocían que pagaba sus impuestos siempre a tiempo, que jamás faltaba al trabajo ni llegaba tarde, que no fumaba ni bebía, que tenía un excelente historial bancario, en realidad no era más que un pobre tipo que terminaba arrastrándose a los brazos de un hombre que se ganaba la vida en un club nocturno solo para no quedarse en casa pensando en lo patética que era su existencia.
Mierda, debía apurarse antes de que el espiral de autodesprecio terminara por consumirlo.
Quiso encender un cigarrillo para apagar la angustia, pero no pudo. No sin que él se lo ofreciera primero.
—Hace tiempo que no te veía por aquí -Fue el saludo del guardia en la entrada.
—Sí, ha pasado un tiempo -Intentó sonreír-. ¿Él está...?
—Como cada noche -señaló dejándole el paso libre.
Sintió cómo su corazón se aceleraba mientras se aproximaba a aquella enorme puerta de color negro que se alzaba ante él como una salvación.
En cuanto cruzó, la música lo envolvió en esa atmósfera que lo despojaba del impostor que había salido de su apartamento aquella noche.
Rápidamente su mirada recorrió el lugar, buscándolo. Tardó un momento en reconocerlo porque su aspecto había cambiado desde la última vez que había estado allí. El mohicano había desaparecido para dar paso a un cabello castaño con sutiles curvas en las puntas que ya casi rozaban sus hombros y su vientre había sido adornado con un par de aves.