16. El INDIO MANUEL SUCURI

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      PARTE 01

Manuel Sicuri, indio aimará, era de corazón ingenuo como un niño; y de no haber sido así no se habrían dado los hechos que le llevaron a la cárcel en La Paz. Pero además Manuel Sicuri podía seguir las huellas de un hombre hasta en las pétreas vertientes de los Andes y esa noche hubo luna llena, cosas ambas que contribuyeron al desarrollo de esos hechos. El factor más importante, desde luego, fue que el cholo Jacinto Muñiz tuviera que huir del Perú y entrara en Bolivia por el Desaguadero, lo cual le llevó a irse corriendo, como un animal asustado, por el confín del altiplano, obsedido por la visión de un paisaje que le daba la impresión de no avanzar jamás. El cholo Jacinto Muñiz fue perseguido de manera implacable, primero en el Perú, desde más allá del Cuzco, y después por los carabineros de Bolivia que recibían de tarde en tarde noticias de su paso por las desoladas aldeas de la Puna. Jacinto Muñiz no podía liberarse de esa persecución, pues había robado las joyas de una iglesia, y eso no se lo perdonarían ni en el Perú ni en Bolivia; y para fatalidad suya era fácil de identificar porque tenía una cicatriz en la frente, desde el pelo hasta el ojo derecho. Cuando llegó a la choza del indio Manuel Sicuri, el cholo Jacinto Muñiz contó que ésa era la huella de una caída, lo cual desde luego era mentira.
       Manuel Sicuri cuidaba de un rebaño de ovejas y de nueve llamas; las ovejas llevaban prendidas en la lana, a medio lomo, cintas de color azul, lo que servía para identificarlas como de su propiedad. Esa medida sobraba, porque no era fácil que en aquella zona sus ovejas se mezclaran con otras ya que no había más en millas a la redonda; pero era la costumbre de los aimarás del altiplano y Manuel Sicuri seguía la costumbre. De seguir la costumbre en todo su rigor, sin embargo, quien debía cuidar de los animales era María Sisa, la mujer de Manuel, y además debía sembrar la papa y la quinua y la cañahua —los cereales de la Puna—, pues el hombre debía irse a trabajar a La Paz o tal vez a las minas. Pero resultaba que no sucedía así porque Manuel era huérfano de padre y madre y tenía tres hermanitos —dos de ellos hembras— y él quería a esos niños con toda la fuerza de su alma. Además María estaba embarazada. Propiamente, María tenía siete meses de embarazo.
       A medida que se extiende hacia el sudoeste, en dirección a las altas cumbres de la Cordillera Occidental, el altiplano va haciéndose menos fértil. Es una vasta extensión llana como una mesa. El aire transparente y frío es limpio y seco, sin gota de humedad. Cada vez más, son escasas las viviendas, y cada vez más va acentuándose en la tierra el cambio de color; pues hacia el norte es gris y en ocasiones amarilla y verde, mientras que hacia el sur va tornándose pardusca. El grandioso paisaje es de una impresionante hermosura y de aplanadora soledad. Cuando comienzan las primeras estribaciones de la Cordillera hacia el sudoeste —que son sucedidas más tarde por otras eminencias peladas de nevadas cumbres, y después por otras y otras más— comienzan también las enormes arrugas en el lomo de la montaña, sin duda los canales por donde en épocas lejanas corrieron aguas despeñadas.
       Pero eso es ya cayendo hacia el lado de Chile; y Manuel Sicuri tenía su choza en tierras de Bolivia. El indio podía tender la vista en redondo y durante leguas y leguas no veía vivienda alguna. Su casa estaba hecha de tierra, y su propia madre había ayudado a levantarla. No había ventana para que no entrara el viento helado de la Cordillera, y sólo tenía una puerta que daba al este. De noche se quemaba la boñiga de las llamas y hasta de las ovejas, que Manuel iba recogiendo sistemáticamente día tras día; y su fuego era la única luz y el único calor de la vivienda. No había habitación alguna, sino que todo el cuadrado encerrado en las paredes de la choza era usado en común. Los tres niños y el indio Manuel Sicuri y su mujer embarazada dormían juntos, sobre pieles de oveja, en el piso de tierra. En un rincón había un viejo arcón en que se guardaban ropas que habían sido del padre y de la madre de Manuel, cortos calzones de lana y faldas y chales de colores, los zarcillos de oro de María y los trajes de boda de la pareja, alguna loza de desconocido origen y un pequeño sombrerito negro de fieltro que usó María en la peregrinación a Copacabana, a orillas del Titicaca. Encima del arcón se amontonaban las pieles de las ovejas que habían muerto o habían sido sacrificadas el último año. El arcón quedaba en el rincón más lejano de la izquierda, según se entraba, en el primero del mismo lado estaba amontonado el chuño, y entre el chuño y el arcón, la lana, la lana que pacientemente iba hilando María Sisa, la mayor parte de las veces mientras se hallaba sentada a la puerta de la choza. Junto a la lana dormían los perros, dos perros flacos, con los costillares a flor de piel, que no tenían función alguna y se pasaban los días recostados o caminando sin rumbo fijo por el altiplano, aveces corriendo tras las ovejas. En el primer rincón de la derecha, con el hierro contra el piso, estaba el hacha.
       Esa hacha, en realidad, no tenía uso ni nadie en la familia sabía por qué estaba allí. Tal vez el padre de Manuel Sicuri, que vivió hacia el norte, había sido leñador, aunque no era posible saber dónde ya que en la zona no había bosques; tal vez se la vendió, a cambio de una o dos parejas de llamas, algún cholo que pasó por la región. Pero el hacha era reverentemente guardada porque cierta vez, estando Manuel recién nacido, hubo un invierno muy crudo y los pumas bajaron de la Cordillera en pos de ovejas; y en esa ocasión el hacha fue útil, pues con ella mató el padre a un puma que llegó hasta la puerta misma de su choza. Eso había sucedido, desde luego, más hacia el nordeste. Una vez muerto el padre, al mudarse hacia el sur, Manuel Sicuri se llevó el hacha. A menudo Manuel jugaba con ella. Ocurría que en las tardes de buen tiempo él les contaba a los yokallas y a María cómo había sido el combate entre la fiera y su tata; entonces él mismo hacía el papel de puma, y se acercaba rugiendo, en cuatro pies, dando brincos, hasta la misma puerta. Los niños reían alegremente, y Manuel también. De pronto él salía corriendo, cogía el hacha y hacía el papel de su padre; se plantaba en la puerta, daba gritos de cólera, blandía el arma y la dejaba caer sobre el cráneo del animal; a esa altura, Manuel volvía a hacer el papel del puma, y caía de lado, rugiendo de impotencia, agitando las manos y simulando que eran garras. Cuando el puma estaba ya muerto, tornaba Manuel a ser el padre, sin perjuicio de que hiciera también de oveja y balara y corriera dando los saltos de los corderos, imitando el miedo de los tímidos animales. Toda la familia reía a carcajadas, y Manuel reía más que todos. En realidad, Manuel reía siempre y a toda hora estaba dispuesto a jugar como un niño.
       Uno de esos atardeceres, cuando la luz de julio en el altiplano era limpia y el aire cortante, los perros comenzaron a ladrar. Ladraban insistentemente, pero no a la manera en que lo hacían cuando corrían tras una oveja o cuando —lo que pasaba muy pocas veces— algún cóndor volaba sobre el lugar dejando su sombra en la tierra, sino que sus ladridos eran a la vez de sorpresa y de cólera. Entonces Manuel fue a ver lo que pasaba. Dio la vuelta a la casa y al corral, que quedaba al oeste de la vivienda y era también de tierra. Allá, a la distancia, hacia la caída del sol, se veía avanzar un hombre.
       Ese hombre era el cholo Jacinto Muñiz. Cuando se acercaba, una hora después, casi al comenzar la noche, Manuel, la mujer y los pequeños se reunieron tras el corral. Por primera vez en mucho tiempo aparecía por allí un ser humano. Evidentemente el hombre hacía grandes esfuerzos para caminar, lo cual comentaban Manuel y su mujer. Los niños callaban, asustados. De haber sido un conocido, o siquiera un indio como ellos, que usara sus ropas y tuviera su aspecto, Manuel hubiera corrido a darle encuentro y tal vez a ayudarle. Pero era un extraño y nadie sabía qué le llevaba a tan desolado sitio a esa hora. Lo mejor sería esperar.
       Cuando estuvo a cincuenta pasos, el hombre saludó en aimará, si bien se notaba que no era su lengua. Manuel se le acercó poco a poco. María espantó los perros con pedruscos y pudo oír a los dos hombres hablar; hablaban a distancia, casi a gritos. El forastero explicó que se había perdido y que se sentía muy enfermo; dijo que tenía sed y hambre y que quería dormir. Su ropa estaba cubierta de polvo y su escasa barba muy crecida. Pidió que le dejaran descansar esa noche, y antes de que su marido respondiera María dijo, también a gritos, que en la vivienda no había dónde. Aunque hablaba aimará se apreciaba a simple vista que ese hombre no era de su raza ni tenía nada en común con ellos; pero además su instinto de mujer le decía que había algo siniestro y perverso en ese duro rostro que se acercaba. Ella era muy joven y Manuel no llegaba a los veinte años, y ante el extraño, que tenía figura de hombre maduro, ella sentía que ellos eran unos yokallas, unos niños desamparados. Pero Manuel no era como su mujer; Manuel Sicuri era confiado, de corazón ingenuo, y por otra parte sabía que muchas veces Nuestro Señor se disfrazaba de caminante y salía a pedir posada; eso había ocurrido siempre, desde que tata Dios había resucitado, y debido a ello era un gran pecado negar hospitalidad a quien la pidiera. En suma, aquella noche el cholo peruano Jacinto Muñiz, prófugo de la justicia en dos países, durmió sobre pieles de oveja en la choza de Manuel Sicuri. María Sisa se pasó la noche inquieta, sin poder pegar ojo, atenta al menor ruido que proviniera del sitio donde se había echado Jacinto Muñiz.
       Pero Jacinto Muñiz durmió, y lo hizo pesadamente, con los huesos agobiados de cansancio. Había bebido pito e infusión de coca, que la propia María le había preparado. Ni siquiera se quitó la chaqueta. Estaba durmiendo todavía cuando Manuel Sicuri salió de la vivienda. Al despertar vio a María Sisa agachada ante una vasija de barro que colgaba de tres hierros colocados en trípode, hacia el último rincón derecho de la casucha; abajo de la vasija había fuego de boñiga de llamas. María cocinaba chuño con carne seca de carnero. Los tres niños estaban sentados junto a la puerta, charlando animadamente. María se levantó y se dobló otra vez hacia el fuego, de manera que se le vieron las corvas. Jacinto Muñiz se sentó de golpe y se pasó la mano por la cara. María Sisa se volvió, tropezó con la cicatriz sobre el ojo y sintió miedo. El párpado estaba encogido a mitad del ojo, y eso le hacía formar un ángulo; la parte interior del párpado resaltaba en el ángulo, rojiza, sanguinolenta, y debajo se veía el blanco del ojo casi hasta donde la órbita se dirigía hacia atrás. Aquello por sí solo impresionaba de manera increíble, pero resultaba además que en medio de ese ojo desnaturalizado había una pupila dura, siniestra, fija y de un brillo perverso. María Sisa se quedó como hechizada. Entonces fue cuando el extraño explicó que se había hecho esa herida al caerse, muchos años atrás. María esperó que el hombre se pusiera de pie, se despidiera y siguiera su camino. Pero él no lo hizo, sino que se quedó sentado y mirándola con una fijeza que helaba la sangre de la mujer en las venas. Ella estaba acostumbrada a los ojos honrados de su marido y a los tímidos y tristes de las ovejas y las llamas o a los humildes y suplicantes de sus perros. Para disimular su miedo se dirigió a los niños diciéndoles trivialidades y su sonora lengua aimará no daba la menor señal de su terror. Pero por dentro el pavor la mataba.
       En cambio Manuel Sicuri no sintió miedo. Ese día volvió más temprano que otras veces, y al ruido de las ovejas y al ladrido de los perros salió su mujer a decirle, con visible inquietud, que el hombre seguía en la casa y que no había hablado de irse. Manuel Sicuri dijo que ya se iría; entró, charló con Jacinto Muñiz como si se tratara de un viejo conocido y le ofreció coca. Después, sentado en cuclillas, oyó la historia que quiso contarle el peruano.
       —Vengo huyendo de más allá del Desaguadero, del Perú —explicó señalando vagamente hacia el noroeste— porque el gobierno quería matarme. Un gamonal me quitó la mujer y las tierras y yo protesté y por eso quieren matarme.
       Eso podía entenderlo muy bien Manuel Sicuri; también en Bolivia, durante siglos, a ellos les habían quitado las tierras y las mujeres, y su padre le había contado que cierta vez, cuando todavía no soñaba casarse con su madre, miles de indios corrieron por la Puna, en medio de la noche, armados de piedras y palos, en busca de un presidente que huía hacia el Perú después de haber estado durante años quitándoles las tierras para dárselas a los ricos de La Paz y Cochabamba.
       —Si saben que estoy aquí, me buscan y me matan. Yo me voy a ir tan pronto me sienta bien otra vez. Además, yo voy a pagarte —dijo el peruano.
       Manuel Sicuri no respondió palabra. No le gustó oír hablar de que le pagaría, pero se lo calló. ¿Y si resultaba que ese hombre, con su terrible aspecto, era el propio Nuestro Señor que estaba probando si él cumplía los mandatos de Dios? De manera que se puso a hablar de otras cosas; dijo que esa noche seguramente habría helada, porque había cambio de luna de creciente a llena, y la luna llevaba siempre frío.
       Con efecto, así ocurrió. Manuel oyó varias veces a las ovejas balar y se imaginaba la Puna iluminada en toda su extensión mientras el helado viento la barría. Muy tarde se quejó uno de los yokallas; Manuel se levantó a abrigar al grupo y el peruano preguntó, en las sombras, qué ocurría. A Manuel le inquietó largo rato la idea de que el peruano no estuviera dormido. Pero se abandonó al sueño y ya no despertó hasta el amanecer. El frío era duro, y hasta el horizonte se perdían los reflejos de la escarcha. Había que esperar que el sol estuviera alto para salir; y como se veía que el día iba a ser brumoso, tal vez de poco o ningún sol fuerte, Manuel empezó a llevar afuera las papas de la última cosecha para convertirlas en chuño deshidratándolas en el hielo.
       En ese trabajo estaba, a eso de las siete de la mañana, cuando los perros comenzaron a ladrar mirando hacia el norte. También Manuel miró; un hombre se veía avanzar, un hombre como él, de su raza. Manuel entró en su casa.
       —Viene gente —dijo, dirigiéndose más al cholo peruano que a su mujer.
       Entonces Manuel Sicuri vio a Jacinto Muñiz perder la cabeza. Su miedo fue súbito; se levantó de golpe, apoyándose en una mano, y sus negros ojos se volvieron, como los de una llama asustada, a todos los ' rincones de la choza.
       —¡Tengo que esconderme —dijo—, tengo que esconderme, porque si me cogen me matan!
       —Aquí no —respondió calmadamente, pero asombrado, Manuel Sicuri—; aquí no es Perú.
       —¡Sí, yo lo sé, pero es que yo herí al gamonal y parece que murió! ¡Si me cogen me matan!
       Manuel Sicuri y María Sisa se miraron como interrogándose. A partir de ese momento, María sabía que sus temores eran fundados; y también a ella le dio miedo, tanto miedo como al extraño. Manuel dudó todavía, sin embargo. Con indescriptible rapidez pensó lo que debía hacerse; corrió hacia el arcón, tiró las pieles de ovejas en tierra y separó el arcón de la pared en forma tal que entre el mueble y el rincón podía caber un hombre.
       —Ven aquí —dijo.
       El cholo corrió y de un salto se metió allí; con toda premura Manuel fue tirando las pieles sobre él y el arcón. Nadie podía sospechar que allí había un hombre. Luego, volviéndose a los niños, que habían visto todo aquello en silencio, les ordenó que se callaran y que a nadie dijeran nada; a seguidas volvió a su trabajo afuera, como si no hubiera visto al indio que avanzaba por la alta pampa.
       Resultó que el hombre era un chasquis, esto es, un correo enviado a recorrer las distantes y perdidas viviendas de esa zona para informar que se buscaba a un cholo peruano con una cicatriz en la frente; a juicio del mallcu, es decir del jefe indígena que había mandado al chasquis a ese recorrido, el prófugo buscaba cruzar hacia Chile, pero en vez de dirigirse hacia el sudoeste desde el último sitio en que se le había visto, caminaba en derechura al sur, lo que indicaba que debía pasar por allí.
       —No, no ha pasado por aquí —explicó Manuel.
       El chasquis se había sentado en cuclillas y bebía chicha que se guardaba en una vasija de barro. María no hallaba donde poner los ojos, pero Manuel Sicuri se había vuelto impenetrable. Estaba él también en cuclillas y preguntó al visitante de dónde venía y cuánto hacía que se hallaba en camino y cómo estaban en su casa. Hablaba lentamente. Se refirió a la helada y dijo que el invierno iba a ser muy duro. Demoró mucho en esa charla antes de abordar el asunto; pero al fin lo hizo.
       —¿Por qué buscan a ese peruano? —preguntó.
       —Robó una iglesia allá en su tierra —dijo el chasquis—; robó la corona de la Virgen y el cáliz y el manto de tatica Jesús Nazareno, que tenía oro y piedras finas.
       Manuel estuvo a punto de venderse. Vio a su mujer mirarle con una fijeza de loca y él mismo sintió que la cabeza le daba vueltas. Tuvo que apoyarse en tierra con una mano. ¡De manera que el cholo Jacinto Muñiz había robado a mamita la Virgen! Pero ya él había dicho que no había pasado por ahí, y decir lo contrario era probablemente buscarse un lío con las autoridades. Con el pretexto de seguir regando las papas en la escarcha, María salió. Manuel pensaba: "Si digo ahora que está aquí van a llevarme preso por esconderlo; si no digo nada, tata Dios va a castigarme, se me morirán las ovejas y las llamas y tal vez ni nazca mi hijo". No descubría su emoción, no denunciaba su pensamiento, pues seguía con su rostro hermético, sus ojos brillantes, sus rasgos inmóviles, cerrada la boca que era tan propensa a la risa; pero por dentro estaba sufriendo lo indecible. Entonces sucedió lo que más deseaba en tal momento: el chasquis se levantó y dijo que iba a seguir su camino. Y he aquí que sin saber por qué, aunque sin duda llevado a ello por el miedo, Manuel Sicuri se levantó también y explicó que iba a acompañarle, que iría con él hasta una pequeña comunidad de cuatro chozas que quedaba casi en las faldas de la Cordillera Real, cuyas nevadas cumbres se veían en sucesión hacia el este y el sur. Tendría que caminar tres horas de ida y tres de vuelta, pero Manuel Sicuri lo haría porque necesitaba saber qué pensaba el chasquis. A lo mejor el chasquis había visto algo, sorprendido una huella, un movimiento sospechoso bajo las pieles de oveja, y se iría sin dar señales de que sabía que el cholo Jacinto Muñiz se hallaba escondido en la casa de Manuel Sicuri. Así pues, dijo que iría con él; y después de haber caminado unos cinco minutos dejó al chasquis solo y volvió al trote.
       —Cuando estemos lejos, a mediodía, sacas de ahí al peruano y que se vaya. Dile que ande de prisa y derecho hacia la caída del sol; por ahí no hay casas ni va a encontrar gente.
       Esto fue lo que habló con su mujer, pero como el chasquis podía estar mirando, quiso despistarlo y entró en su choza. Después explicó que había vuelto a la vivienda para coger coca. Y sin más demora emprendió la marcha por la helada Puna en cuya amplitud rodaba sin cesar un viento duro y frío.
       Así fue como actuó Manuel Sicuri durante esa angustiosa mañana. De manera muy distinta sintió y actuó el cholo peruano Jacinto Muñiz. En el primer momento, cuando supo que llegaba un hombre, el miedo le heló las venas y le impidió hasta pensar. En verdad, sólo se le había ocurrido esconderse, sin que atinara a saber dónde; y cuando Manuel Sicuri eligió el escondite y le llevó allí, él le dejó hacer sin saber claramente lo que estaba ocurriendo. Las pieles le ahogaban, aunque de todas maneras hubiera sentido que se ahogaba aun estando a campo abierto. Él oyó al chasquis llegar y en ese momento su miedo aumentó a extremos indescriptibles; le oyó hablar de él mismo y entonces empezó a olvidar su terror y a poner toda su vida en sus oídos.
       Cuánto tiempo transcurrió así, sintiéndose presa de un pavor que casi le hacía temblar, era algo que él no podía decir. Pero es el caso que cuando Manuel Sicuri dijo que no había pasado por allí sintió que empezaba a entrar en calor y cinco minutos después estaba sereno, otra vez dueño de sí y dispuesto a acometer y a luchar si alguien pretendía cogerle.
       La conversación entre Manuel y el chasquis debió durar media hora, y antes de que hubiera transcurrido la mitad de ese tiempo el cholo Jacinto Muñiz se sentía seguro. Muchas palabras se le perdían, puesto que él no hablaba aimará como un indio, sino lo necesario para entenderse con ellos; y mientras los dos hombres hablaban y él seguía a saltos la charla, comenzó a pensar en otra cosa; sería más propio decir que comenzó a sentir otra cosa. De súbito, y tal vez como reacción contra su pavor, Jacinto Muñiz recordó a la mujer de Manuel Sicuri tal como la había visto el día anterior, agachada frente al fuego. Ella le daba la espalda y su posición era tal que la ropa se le subía por detrás hasta mostrar las corvas. Jacinto Muñiz había pensado: "Tiene buenas piernas esa india", idea que le estuvo rondando todo el día y toda la noche, al extremo de que lo tenía despierto cuando Manuel Sicuri se levantó para abrigar a los niños. Ahí, en su escondite, Jacinto Muñiz veía de nuevo las piernas de la mujer e incontenibles oleadas de calor le subían a la cabeza. Al final ya no tenía más que eso en la mente y en el cuerpo.
       Pero Jacinto Muñiz no pensaba atacar a la mujer. En el fondo de sí mismo lo que le preocupaba era huir, salvarse, alejarse de allí tan pronto como pudiera, sobre todo después de saber que la mujer y su marido estaban enterados de cuál había sido su crimen. La idea de atacarla le vino más tarde, cuando, a poco de haberse ido Manuel Sicuri con el chasquis, la mujer retiró las pieles que lo cubrían y le dijo que saliera. Ella le explicó que debía irse, y por dónde y a qué hora, y cuando él preguntó por Manuel ella cometió el error de decirle que estaba acompañando al chasquis.
       Con su repelente ojo de párpado cosido, Jacinto Muñiz miró fijamente a María. María tenía el negro pelo partido al medio y anudado en moño sobre la nuca; era de piel cobriza, tirando a rojo, de delgadas cejas rectas y de ojos oscuros y almendrados, de altos pómulos, de nariz arqueada, dura pero fina, y de gran boca saliente. Era una india aimará como tantas otras, como millares de indias aimarás, bajita y robusta, pero tenía la piel limpia en los brazos y las piernas y era joven; estaba embarazada, ¿pero que le importaba eso a él, un hombre acosado, un hombre en peligro que estaba huyendo hacía casi un mes? Sintiéndose fuera de sí y a punto de perder la razón, Jacinto Muñiz dijo que sí, que se iría, pero que le diera charqui o quinua o cañahua, algo en fin con que comer en el camino.
       María Sisa también tenía miedo, como lo había tenido Jacinto Muñiz y como lo había tenido Manuel Sicuri. Pero además María sentía asco de ese hombre. ¡Por la Virgen de Copacabana, ese bandido había robado una iglesia y estaba en su casa! Lo que ella quería era que se fuera inmediatamente.
       —No hay charqui y tenemos muy poca quinua y muy poca cañahua —dijo secamente mientras vigilaba los movimientos del cholo.
       —Dame chuño entonces —pidió él.
       María quería decirle que no. Tata Dios iba a castigarla si le daba comida a su enemigo. Pero tal vez si le negaba el chuño, que estaba a la vista en el rincón, el hombre diría que no se iba. Llena de repulsión se encaminó al rincón y se agachó para recoger el chuño. Para fatalidad suya los niños estaban afuera, regando papas sobre la escarcha.
       El ataque fue tan súbito y los hechos se produjeron tan de prisa que María no pudo describirlos más tarde. Cuando se agachaba, el hombre se lanzó sobre ella y la agarró fuertemente por los hombros, forzando éstos de tal manera, hacia un lado, que María cayó de espaldas. Como era una mujer joven y fuerte se defendió con las piernas, pero al parecer aquello enfureció al peruano o sin duda lo excitó más. María levantó los brazos y no lo dejaba acercarse. No gritó propiamente, porque en ese momento perdió del todo su miedo y se sintió colérica, pero comenzó a decirle al atacante cosas en voz tan alta que los niños corrieron y uno de ellos, el mayor, agarró al hombre por la ropa. Jacinto Muñiz pegó al niño con un codo y lo lanzó a tierra. Había ocurrido que la vasija con la chicha había sido dejada en el suelo cerca de la puerta, donde la había puesto Manuel Sicuri después de haberle servido al chasquis; el atacante la vio y la tomó en una mano. María quiso evitar el golpe porque pensó: "Ya a matar a mi niñito". "Mi niñito" era, desde luego, el que llevaba en el vientre.
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JUAN BOSCHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora