10. CAMINO REAL

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Juan Bosch
(República Dominicana, 1909-2001)

Camino real
(Cuentos escritos antes del exilio, 1975)

Cuando terminó la cosecha de tabaco, con la perspectiva de tiempo de agua por delante, decidí ir hacia otra tierra en busca de trabajo. En el camino de Los Higos me alcanzó un hombre que andaba de prisa. Llevaba machete al cinto, una hamaca doblada al hombro y otro pequeño bulto rojo en la mano derecha. Vestía pantalones azules y muy estrechos, camisa amarilla, sombrero de cana. Me saludó en voz baja y siguió; pero a pocos metros se detuvo.
—¿Usté sabe si por aquí habrá finca? —preguntó.
—Yo ando en lo mismo —dije.
La cara era como de madera joven: la nariz fina y recta; abajo se le rompía la piel en carnosa boca; arriba le salía el sol tras unos ojos negros, bajo cejas abundantes.
En el modo de pararse, en la voz; en la firmeza con que miraba, en el entrecejo alto: en todo aquel hombre había algo atractivo y gallardo.
No caminó sino que esperó a que yo estuviera cerca para decir:
—Deberíamos andar juntos...
—¡Claro! —dije.
Y ya fuimos dos voces y cuatro pies para pelear aquel camino tan indiferente y tan retorcido.

En estas acogedoras tierras, nuestros dos hombres hacen amistad muy pronto, porque nadie desconfía de los demás. Una persona puede ser mala en el Este y buena en el Sur; puede haber muerto otra en la Frontera y salvar una vida en el Cibao. Hay tonterías de gran importancia para decidir: los tragos, una mujer, groserías dichas en momentos de ira: he aquí las causas por las que un hombre mata. Aquí, en el Cibao, dos cosas deshonran: robar o soportar una injuria.
Aquel hombre me había dicho, como quien tira palabras sobre el camino, que se llamaba Floro y que venía de Tavera. Quería ver tierra, según él. Después, sin regateos, bajo una jabilla, abrió su bulto rojo y me tendió casabe y carne salada. No sabía quién era yo ni le importaba. Probablemente esa misma tarde, a ser necesario, hubiera dado gustoso la vida por defender la mía.
—Todos nosotros sernos hermanos en este mundo —dijo mientras comía.
En la noche (sobre nosotros la media herradura del cuarto creciente) dormimos bajo un caimito. Yo estuve buen rato observando el ir y venir de los cocuyos entre los árboles, bajo las negras enaguas del monte que parecía tragarse el camino real. Floro no quiso tender su hamaca "porque yo no tenía". Su machete durmió desnudo y en el filo se hacía menudita la alta Luna.
Floro y yo vimos, el segundo día de caminata, el techo alto de una casa. Era de zinc y las palmeras casi lo cubrían. Todavía tuvimos que andar bastante para ver la cerca. El potrero extenso, de un constante color verde, con algún que otro higüero parido y alguna que otra palma real; las manchas de las reces, berrendas, blancas, pintas, negras; la yerba de guinea subiendo un cerro, como gruesa e inmensa alfombra; la vivienda, sobre pivotes que debían ser troncos de hoja ancha; la portada de viraje; el limpio de frente a la casa; la laguna que se peleaba con el sol, cerca de la entrada; los patos y las gallinas y hasta los pavos que vimos cruzar durante el rato que estuvimos detenidos; todo nos indicaba que estábamos en sitio donde podíamos encontrar trabajo. Floro me dijo:
—Compai, aquí hallamos.
Abrió la puerta y tomó la ancha avenida. Yo me entretuve en poner la tranca y le vi, doblado pero ágil, alto, fino y dispuesto. Un maldito perro negro se plantó allá, frente a los escalones de la casa, enseñó los blancos dientes y ladró como loco; pero Floro no acortó el paso: quería entrar y le importaba poco el perro.
Yo observaba la galería de la casa y vi salir un hombre alto y ancho de hombros, que apoyó ambas manos en la pasarela; estaba vestido con pantalón negro y camisa blanca; tenía además la cabeza cubierta de sombrero oscuro. Al pronto me pareció criollo, porque su color era quemado como el de casi todos los de esta tierra de sol, pero cuando habló, por el tono de la voz, por no sé qué altivez al llamar, pensé que era extranjero.
—¡Pirata! ¡Quieto! —tronó.
El perro movió el rabo, dejó de ladrar, volvió la cabeza para ver al dueño y entró muy humildemente bajo la casa.
Floro se descubrió. Tenía un porte gallardo y atractivo.
—Saludo —dejó oír.
Y yo, cuando estuve cerca, agregué:
—Saludo.
El señor alto entrecerró los ojos y levantó el labio superior. Noté que tenía las cejas casi blancas y muy apretadas.
—Buen día —respondió.
E inmediatamente después:
—¿Qué se les ofrece? Están en su casa.
Floro dejó su bulto rojo sobre un escalón y movió el cuerpo en media vuelta para deshacerse de la hamaca. Subió luego con desparpajo, como si la casa fuera suya.
—Nosotros quisiéramos un trabajito —dijo cuando estuvo frente al señor.
El extranjero volvió a entrecerrar los ojos, observó detenidamente a Floro.
—¿Un trabajito? —preguntó.
—Cualquiera —observé yo.
Entonces se volvió a mí, hizo lo mismo que con Floro y apoyó el codo derecho en la pasarela de la galería.
—¿De dónde son ustedes? —preguntó de improviso.
Floro dijo:
—Yo soy de Tavera y mi amigo de La Vega; pero él viene de la vuelta de Santiago.
—¿De Tavera? —el señor parecía dudar—. ¿De Tavera? Sí —añadió, como quien se contesta a sí mismo—. Allá tengo buenos amigos: los Núñez.
Floro amplió:
—Con los Núñez estoy yo emparentado.
—Bien, bien —aprobó el señor.
Y a seguidas:
—Sí, tengo trabajo. Quiero que mis peones se ocupen en una cosa cada uno. Me hacen falta un ordeñador y alguien que entienda de caballos.
Él no nos miraba ahora. Hablaba como para sí.
—Vea —observó Floro—. Estamos bien porque yo de caballo entiendo mi chin.
—¿Doma? —preguntó el otro.
—¿Yo? Yo le amanso hasta al Enemigo Malo.
El señor se movió, como para entrar.
—Hay que suponer que usté ordeña —dijo mirándome.
—¡Claro! —asentí.
Entonces él caminó hasta el extremo de la galería que estaba a su espalda, apoyó ambas manos, como cuando nos recibió. Yo le veía la ancha espalda y admiraba su buena camisa blanca. Usaba pantuflas de cuero amarillo.
—¡Selmo! —llamó.
Y una voz contestó:
—¡Ya voy, don Justo!
Un hombre bajito, pero aparentemente fuerte, quemado, con ropa burda de trabajo, ojillos inquietos y negro pelo alborotado, subió a poco los escalones.
—Esta gente trabajará aquí —dijo señalándonos el señor—. Llévalos ahora a la cocina para que coman.
Y sin esperar nuestras gracias ni agregar una sílaba, dio la espalda, entró a la casa y le vi sentarse junto a una mesita que soportaba una increíble carga de libros y periódicos.
El corral estaba bastante lejos de nuestro dormitorio, había que hacer una caminata de casi media hora, por entre el potrero húmedo. Era redondo y amplio, de troncos gruesos superpuestos hasta una altura superior a la de un hombre. De tarde se arreaban las vacas paridas hasta allí. ¡Cómo cansaba andar a saltos entre la yerba cortante, por todo aquel inmenso potrero, buscando las reses que estaban rezagadas, escondidas en esa gran alfombra verde! Después había que apartarlas de sus crías y encerrar éstas en el chiquero, hecho en el mismo corral. Alguna vaca recentína enfurecía cuando le llevaban el ternerito y constantemente estaba uno expuesto a una cornada, o a varias.
A la semana yo conocía todas las vacas hábiles para el ordeño por sus nombres: India, Grano de Oro, Graciosa, Caprichosa, Rabo Negro, Lirio Blanco, y ¡tantas más! Y los nombres de los terneritos, entre los que muchos se distinguían porque uno tenía la pezuña negra y el otro no; porque uno tenía el rabo grueso y el otro delgado.
Eran bastantes las vacas a ordeñar. A las dos de la mañana estaba yo en pie; y a esa hora, con el muchacho que debía ayudarme, un trigueñito vivo y callado, tomaba el camino del corral con mi linterna de mano. Siempre, como si hubiera hecho promesa, Liquito, el ayudante venía tras de mí silbando algún merengue.
¡Qué fantástica belleza la del potrero, las noches de Luna, cuando sobre las palmeras húmedas de sereno se hacía plata la luz!
Día a día, muchas veces cuando todavía no había terminado el primer ordeño, se aparecía el señor en su gallardo caballo melao; se arrimaba al corral desde su montura, una mano sobre la otra en el arzón de la silla; preguntaba cómo estaba la faena; se interesaba por saber cuánta leche daba cada vaca. Y si yo le decía que tal o cual estaba herida, se tiraba del animal, venía, me miraba con aquellos ojos entrecerrados, observaba la herida de la res y decía:
—Bien, bien. Creolina.
O prefería callar.
Al amanecer, empezando el sol a hacer cristales en las pencas de las palmeras, venía Silvano con los burros para llevar la leche a la casa. Don Justo veía la operación de la carga, decía alguna maldición si se derramaba algo de líquido y terminaba clavando su melao para ir al último potrero, al otro lado del río, donde Floro cuidaba de los caballos y de los mulos y donde, por no sé qué herencia árabe lejana, don Justo se detenía complacido hasta bien entrado el día, acariciando con mirada y mano enamoradas las ancas de algún bello potro o la crin larga y rizada de alguna yegua parida.

JUAN BOSCHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora