CUENTO DE NAVIDAD.

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Capítulo III

      Pero cuatro personas vieron el lucero y se sintieron atraídas por él, cada una, desde luego, según su manera de ser, pues no todo el mundo es igual.
       Una de ellas se hallaba a gran distancia, a distancia tan enorme que sólo se explica que viera el lucero porque veía con ojos de bondad, capaces de penetrar hasta lo increíble, y con alma sencilla que adivinaba lo extraordinario por muy oculto que estuviera. Esa persona era un viejecito rechoncho, alegre, de constante buen humor, que tenía su vivienda en un lejano país donde en invierno los campos se cubrían de nieve y los árboles se quedaban sin hojas y los pajarillos tenían que huir a otros climas para no morir de frío. El viejo señor acostumbraba vestir de rojo para que los niños de las cabañas que había por allí le reconocieran en medio de la nieve cuando él iba a visitarlos; usaba adornos blancos en las mangas y en la chaqueta, gran cinturón negro y altas botas también negras; tenía copiosa barba blanca y llevaba gorro rojo con adornos blancos. Era el anciano más simpático que nadie podía ver jamás. Se reía siempre y tanto, que la risa le había arrugado la cara. El frío del invierno le enrojecía la nariz y el viento le azotaba la barba, pero a él no le importaba. Iba de choza en choza para entretener con sus cuentos a los niños; les llevaba regalos, y todo el mundo lo quería, todos lo recibían con alegría y alborozo, todos se llenaban de animación cuando veían su estampa rechoncha y roja luchando con la ventisca y con la nieve. Tenía varios nombres el buen viejo; unos le llamaban Nicolás y los niños muy pequeños, que no sabían pronunciar su nombre, le llamaban Colás o Claus, pero había otros que le decían Papá Noel.
       Pues bien, el simpático don Nicolás fue uno de los que vio el lucero. Iba él con un saquito de juguetes de madera, que él mismo hacía en sus ratos de ocio para regalar a los niños, cuando vio a la distancia aquella luz. A don Nicolás todo le parecía hermoso; nada le desagradaba porque pensaba que cuanto hay en la Tierra tiene algún fin, y que la gente que sólo ve el lado feo de las cosas afea la vida de los demás y se amarga la suya. Por eso le agradó ver aquella luz y se quedó con la vista fija en ella.
       —Me gustaría saber qué quiere decir ese lucero —dijo en voz alta—, pues por alguna razón está alumbrando tanto. Nunca se ha visto que un lucero dé tal cantidad de luz y eso significa algo bueno.
       Lo que no se imaginaba el viejo era que el Señor Dios estaba allá arriba mirándole a él, y que el Señor Dios oye a las gentes hasta cuando sólo piensan, razón por la cual Él sabe lo que hay en el corazón y en la cabeza de cada quien.
       Don Nicolás contemplaba la luz y apreciaba la distancia a que se hallaba.
       —Está muy lejos —dijo—, pero voy a ir allá. Es verdad que no tengo animal que me lleve, mas no importa; iré a pie.
       El Señor Dios oyó aquello y pensó: "¡Caramba con el viejo! Si sale a pie, cuando llegue Mi Hijo tendrá barbas. Debo ayudarle a hacer ese viaje con la mayor rapidez posible". Y como a la hora de ayudar el Señor Dios no anda dudando, sino que actúa inmediatamente, se arrancó un pelo de la ceja derecha y le gritó:
       —¡Conviértete en reno ahora mismo, y además en trineo, y vete a buscar a don Nicolás, un viejo que está allá, en medio de esa llanura blanca que se ve por el norte! Te vas sin perder tiempo y le dices que suba en el trineo, que tú lo vas a llevar a donde se halla el lucero. Fíjate bien en lo que oyes, porque ustedes los renos son muy dados a estar pensando sólo en el pasto de las primaveras y no ponen la debida atención en lo que se les dice. Recoges al viejo don Nicolás y lo llevas hasta donde está el lucero, y ahí lo dejas a la puerta del establo de Belén, y esperas que él salga para que lo transportes otra vez a su tierra. No quiero equivocaciones; observa que en Belén hay tres establos, uno a la salida de...
       —Sí —le interrumpió el reno, un hermoso animal todo blanco, con la cornamenta como dos ramas nevadas—, ya oí cuando se lo decía al lucero: uno a la salida para Jerusalén, otro hacia el oeste y otro hacia el sur.
       El Señor se quedó mudo de asombro. ¿Cómo podía explicarse que ese animal hubiera oído lo que Él le decía al lucero, si no había nacido todavía cuando Él hablaba con el lucero? Por primera vez el Señor Dios tenía un misterio que resolver.
       —Es que tú olvidas que yo era ceja tuya hasta hace poco, y por eso oí lo que hablaste con la estrella —explicó el reno como si supiera lo que el Señor Dios se preguntaba en silencio.
       —¿Qué es eso de tratarme de "tú", atrevido?
       El Señor Dios estaba simulando una indignación que en verdad no sentía. Buscaba confundir al reno para que éste no se diera cuenta de la turbación en que lo había dejado la inteligente observación del animal. Pero no consiguió su propósito, porque el reno seguía mirándole con la mayor frescura. Entonces el Señor Dios le gritó que no perdiera el tiempo y que se marchara en seguida, a lo que el precioso animal respondió pegando un brinco de más de cien millas, seguido del blanco trineo que llevaba atado por blancas correas. En cosa de segundos se perdió en la inmensidad.
       Mientras el reno se lanzaba a los espacios, tres personas discutían sobre el lucero. Se trataba de unos reyes del desierto, cada uno de los cuales reinaba en un oasis, los lugares donde hay agua en medio de las arenas, allí donde crecen las palmeras de dátiles y los pastores se reúnen de noche junto con los peregrinos y los mercaderes y los guerreros para descansar de los trabajos del día.
       Los tres oasis eran vecinos, y eso explica que los reyes pasaran muchas horas j untos. Acostumbraban contarse historias entre sí, relatarse los acontecimientos de cada uno de los pequeños reinos, explicar cómo cobraban los impuestos y cómo administraban justicia; se entretenían jugando ajedrez, a lo que eran muy aficionados, y mientras jugaban iban comiendo dátiles, que colocaban en una gran bandeja de plata, y discutían durante horas enteras el movimiento de algunas piezas.
       Entre ellos había uno de muchos años, rostro flaco y barba blanca, llamado Gaspar. Era todo un rey por el porte, la mirada de sus ojos, negros como el carbón, y la hermosa nariz aguileña. Se ponía un brillante manto azul lleno de piedras preciosas y un turbante de tela de oro y parecía más que un rey. Pero tenía mal humor y era muy tacaño, casi avaro. Nunca hubo rey que hablara menos que él, ni ninguno que amara más las monedas de oro. Le gustaba contar él mismo sus tesoros y a nadie perdonaba una dilación en pagar los impuestos, por pequeña que fuera la suma que debía pagar. Gastaba lo menos posible, y por eso era flaco, pues hasta para comer era económico. Su gran preocupación era tener más camellos que nadie, y más ovejas y más oro y piedras preciosas. A pesar de lo cual en el fondo era un buen hombre, y huía de los que sufrían porque si veía a alguien sufriendo acababa ablandándose y dándole algunos dátiles o un pedazo de queso. Se contaba que cierta vez ordenó que le dieran a un mendigo un vaso de leche y a una vieja que ya no podía trabajar le regaló una moneda de plata. Aquello fue un acontecimiento de gran significación, y el propio rey Gaspar se disgustó por su debilidad, al extremo de que prohibió que se hablara de ello en su presencia, tan mal se sentía cada vez que recordaba que por esa causa en su tesoro había una moneda menos.
       Pero eso sí, el rey Gaspar era justo; no admitía que se cometiera ninguna crueldad con sus súbditos, no aceptaba que a nadie se le cobrara de más ni un pelo de camello, y cuando sabía que alguien había procedido mal montaba en cólera y mandaba darle veinte azotes, o cincuenta, o cien, de acuerdo con el delito que hubiera cometido.
       Otro de los reyes era Melchor, muy distinto de Gaspar en su figura, puesto que no tenía tanta estatura pero sí más carnes, ni tanta edad aunque también llevaba barba, una barba negra muy bonita, muy bien arreglada y de no más de una pulgada de largo. Melchor era de rostro redondo y de nariz también redonda; y no tenía la mirada altanera, pues sus ojos castaños eran dulces y bondadosos; el pelo, menos oscuro que la barba, le caía sobre los hombros. Ese pelo tan largo no le quedaba tan bien como el suyo blanco al rey Gaspar, hay que reconocerlo, pero él se lo mantenía limpio y perfumado con los mejores aceites.
       El rey Melchor se parecía a Gaspar en una cosa: en que hablaba poco. Pero jamás tenía mal humor. No era parlanchín porque acostumbraba decir sólo aquello que le parecía que era necesario y verdadero, razón por la cual antes de hablar se medía mucho y meditaba una por una las palabras que iba a usar. Era un rey observador y disciplinado, que se levantaba siempre a la misma hora, hacía cada día lo que había hecho el día anterior y estudiaba cuidadosamente todo problema. No había manera de que entrara en guerra con otros reyes. Él vivía en paz con todo el mundo y afirmaba que respetando los derechos de los demás reyes jamás tendría que ir a la guerra. Eso no quiere decir que era tímido o cobarde; de ninguna manera. Cierta vez que unos guerreros atacaron a gente de su tribu y les quitaron unas cuantas ovejas y dos camellos, el Rey Melchor montó a caballo —un hermoso caballo blanco que era su favorito— y se fue solo a enfrentarse con los asaltantes. Cuando éstos le vieron llegar sin compañía alguna pensaron que el rey Melchor había dejado sus guerreros ocultos en algún sitio para después exterminarlos por sorpresa, y resolvieron devolverle las ovejas y los camellos. Pero la verdad es que Melchor no se había hecho acompañar de nadie. Desde ese día todas las tribus del desierto le cobraron gran respeto. Como su amigo Gaspar, Melchor era rico, pero no tenía mucha estima por sus riquezas; más que el oro amaba la paz, y más placer que llevar encima piedras preciosas le producía ver a su pueblo alegre y saludable.
       Cuando el rey Gaspar y el rey Melchor estaban solos resultaba divertido oírles hablar, y sobre todo oírles discutir sobre las jugadas de ajedrez. Pues en sus discusiones no decían más de tres palabras cada uno, y pasaba tanto tiempo entre lo que uno decía y lo que le respondía el otro, que a veces los que estaban cerca no se acordaban de lo que había dicho Gaspar cuando oían lo que contestaba Melchor, o viceversa. Pero esas discusiones se animaban mucho si estaba presente el rey Baltasar. Ese sí que hablaba, y se divertía él solo, y él solo se decía y se respondía, se reía y se ponía serio. Se trataba de un personaje animado, lleno de vitalidad y alegría, que muy difícilmente dejaba a nadie terminar de hablar sin que le interrumpiera para contestarle o hacer un chiste. Aun mismo tiempo jugaba ajedrez, comía dátiles y contaba una historia. Era el rey más raro del mundo, porque a la vez que se movía mucho y hablaba más, tenía majestad, sobre todo cuando quería tenerla. Entonces erguía la cabeza, le brillaban los ojos y abría las aletas de la nariz; se ponía altivo y hermoso y parecía crecer.
       Baltasar era negro. Pero no un negro tosco, como mucha gente imagina que son todos los negros, sino más bien de bella presencia, muy bien proporcionado, más alto que bajo, más delgado que grueso. No tenía el color brillante; su piel era de un negro apagado. Tenía la frente pequeña, las cejas muy dibujadas, los ojos muy grandes, la nariz recta; no achatada como la de muchos negros, ni aguileña como la del rey Gaspar, ni redonda como la del rey Melchor. Sus labios eran gruesos y largos y sus dientes fuertes y blancos. Tenía la cara bien cortada, el cuello poderoso, los hombros llenos de músculos, y también los brazos. Hablaba a grandes voces, se reía por nada, y por nada se ponía bravo, y entonces imponía temor, porque era agresivo y muy astuto. Probablemente no había en toda la tierra rey mejor que Baltasar. Si oía llorar a un niño mandaba sus guardias a preguntar qué ocurría; si un anciano se sentía enfermo, él mismo iba a darle las medicinas; si alguien no podía pagar sus impuestos, decía:
       —No importa, otro día será.
       Se contaba que una vez que fue a la guerra venció a su enemigo, el rey que había atacado su oasis, y que sus guerreros le llevaron un niño prisionero y le dijeron:
       —Mira, rey Baltasar, éste es el hijo de tu enemigo y su heredero. Mátalo para que te quedes con su reino y repartas sus riquezas entre nosotros.
       Esa era la costumbre de la época; así actuaban todos los reyes y por tanto nadie hubiera tomado a mal que Baltasar decapitara al niño. Pero Baltasar se indignó, dijo que lo que le pedían era un crimen, y tomando su cimitarra gritó a sus guerreros que el primero que volviera a darle consejo parecido iba a quedarse sin cabeza en el acto.
       —¡En el acto! —gritaba, con los grandes ojos enrojecidos de cólera.
       Baltasar vestía con lujo; le gustaba usar un blanco turbante que prendía con un rubí del tamaño de un huevo de paloma; se ponía en las muñecas y en los tobillos ajorcas de oro, se colgaba al cuello un gran collar lleno de monedas y se ponía un cinturón cuajado de piedras preciosas. Pero no usaba manto.
       —El manto no les queda bien a los negros —decía riéndose.
       Era un hermoso grupo el de los tres reyes; Gaspar con su manto azul tachonado de piedras y su turbante dorado, Melchor con su turbante rojo y su manto amarillo, si bien este último no llevaba piedras u oro, porque al rey no le agradaba el lujo; Baltasar con su turbante blanco y su traje verde, su collar, sus ajorcas y su cinturón.
       Como los tres eran muy limpios, llevaban todo el tiempo pantalones blancos, de seda brillante, muy pegados a las piernas, y los tres usaban rojas babuchas, que son zapatos de tela de punta larga y hacia arriba. Daba gusto verlos en las noches claras, cuando se sentaban sobre una gran alfombra bajo las palmeras a jugar ajedrez. Como reyes de Oriente, no usaban sillas ni sillones, sino cojines y las propias piernas cruzadas bajo ellos.
       Una de esas noches fue cuando apareció el lucero. Jugaban Gaspar y Baltasar; junto a ellos, comiendo dátiles en silencio, estaba Melchor. Baltasar iba a mover una pieza, pero se distrajo mirando algo a través de las palmeras. Estuvo un momento deslumbrado, un momento nada más, y de pronto exclamó:
       —¡Majestades, algo raro está sucediendo en el mundo! ¡Miren ese lucero, vean esa luz! ¡Nunca se ha visto un lucero como ése!
       Melchor se volvió para ver, pero Gaspar no. Gaspar sólo atendía al tablero y estudiaba la posible jugada de su contrincante.
       —Juega, Baltasar —dijo.
       Pero Baltasar no tenía intención de jugar, pues seguía mirando hacia el lucero.
       —Sí, algo pasa —comentó muy calmadamente Melchor.
       —Y a nosotros, ¿qué nos importa lo que pase? —preguntó con su habitual aspereza Gaspar—. Lo que tenemos que hacer es seguir jugando.
       El rey negro no hizo caso; peor aún, se puso de pie y abandonó su puesto frente al tablero.
       —¡No, señor! —dijo—. Tú estás equivocado, rey Gaspar. Lo que anuncia ese lucero debe ser algo muy grande, y yo no me lo pierdo. ¡Hay que ir ahora mismo para allá a ver qué está sucediendo!
       -¿Ir?
       Esa pregunta de una sola palabra sonó como un relincho, y quien la hizo fue Gaspar. Del disgusto que le causó la proposición del rey Baltasar tiró el tablero a diez varas de distancia; inmediatamente, como le sucedía cada vez que montaba en cólera, se puso a masticar el aire y la blanca barba iba y venía como el rabo de una paloma.
       —Espérate,Gaspar; cálmate y atiende. Creo que vale la pena saber qué pasa.
       Ese que habló fue el rey Melchor, lo cual indignó más a Gaspar, ¿pues cómo se explica que un hombre sensato, un rey tranquilo y metódico como Melchor hablara de ir a ver qué ocurría?
       —¿Te has vuelto loco? —respondió Gaspar—. Ve tú, si quieres, y acompaña a este curioso entrometido. Yo no me muevo de aquí.
       —Pues vas a moverte, sí señor —terció Baltasar gesticulando a diestra y siniestra—. Tienes que ir, porque si se trata de algo bueno nosotros queremos compartirlo contigo.
       —¿Qué bueno ha de ser? ¿Cuándo has visto tú que ocurra nada bueno en el mundo? Además, yo no voy a dejar mi reino abandonado. ¿Qué sería de mis tesoros?
       El calmoso rey Melchor puso una mano en el hombro de Gaspar, y habló:
       —Algo me dice que conviene que vayamos, Gaspar. En cuanto a tus tesoros, llévatelos contigo. Yo voy a ir de todas maneras y me llevaré los míos, porque no sé qué tiempo gastaré en el viaje.
       —¡No hay más que hablar! ¡Pronto, traigan dos camellos! —gritaba ya Baltasar; y casi antes de terminar, decía:
       —Te quedarás aquí solo, rey Gaspar. Si te ataca alguna tribu guerrera perderás la vida y los tesoros, porque Melchor y yo vamos a ver qué significa ese lucero.
       A regañadientes, sin ningún entusiasmo, el rey Gaspar admitió ir él también. Pidió un camello más, el mejor de los suyos; hizo que le colocaran sus tesoros en dos cofres y vigiló atentamente esa operación. Viéndole actuar, Baltasar y Melchor mandaron a buscar sus tesoros y en poco tiempo los tres reyes se hallaban sobre sus ricos arneses.
       Los guardias reales quisieron acompañarles, pero ellos dijeron que no, que irían solos. Ya al salir, Baltasar dijo:
       —Melchor, tú que eres el más juicioso, di hacia dónde alumbra el lucero.
       —Es hacia Belén.
       —Bien, ¡pues ya estamos andando hacia Belén! —gritó Baltasar.
       Y así fue. Sus súbditos se agolparon para verlos partir en la clara noche, y les gritaban adioses. Los reyes notaron que se alejaban muy de prisa, y después observaron que los camellos no trotaban, sino que parecían saltar, y cada vez eran más grandes los saltos, mayores las distancias que recorrían en el aire. Apenas podía afirmarse que ponían las patas en tierra. Aquello era la cosa más rara que jamás le había sucedido a un grupo de reyes.
       Es oportuno consignar aquí que hasta el propio rey Gaspar se impresionó, y a tal punto que se vio en el caso de confesar:
       —En verdad, parece que el lucero anuncia algo extraño. Palabras a las que el rey negro respondió con una gran risotada, lo cual le hizo tragar mucho aire, porque a esa altura volaban a tremenda velocidad.

JUAN BOSCHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora