CUENTO DE NAVIDAD.

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Capítulo IV

      Había sucedido que el Señor Dios también se enteró a tiempo de que los tres reyes iban camino de Belén. El Señor Dios estaba esa noche lleno de curiosidad, cosa que no debe causar asombro porque se trataba de que Su Hijo acababa de nacer, y quería saber quiénes estaban dispuestos a honrar a ese niño. El Señor Dios era de esta opinión: "Los hombres son locos y por eso parecen malos, pero uno solo, o dos o tres capaces de ser cuerdos, buenos y puros, justifican todo mi trabajo, y con que haya dos o tres en la Tierra me basta para pensar que mi obra no ha sido un fracaso". Esa noche del nacimiento de Su Hijo halló que había cuatro, esto es, el simpático don Nicolás y los tres reyes. A los cuatro los veía Él con gran ternura; y de la misma manera que pensó que don Nicolás no iba a poder hacer el viaje desde sus lejanas tierras nevadas hasta Belén a pie, y le envió el blanco reno y el trineo, asimismo pensó que si los reyes se atenían únicamente al trote de sus camellos llegarían con algunos días de retraso, trasnochados y bastante estropeados. Por eso desde allá arriba Él dijo:
       —Vamos, camellitos, apuren el paso y vuelen un poco.
       Ni que decir que los propios camellos no sabían lo que les pasaba, porque a poco ya ni ponían las patas en tierra. Sobre ellos, sus jinetes se llenaban de asombro, tal vez con la excepción de Baltasar, a quien los sucesos extraños le producían alegría.
       De esa manera, volando en vez de trotar, las hermosas bestias del desierto llegaron como exhalaciones a Belén; y a un tiempo, como si supieran qué hacían, doblaron sus rodillas en la puerta del establo. El primero de los tres reyes que se tiró de su camello fue Baltasar. Al asomarse a la puerta vio a una hermosa y joven mujer que envolvía a un recién nacido en blancas telas, a un hombre de negra barba que le ayudaba en su tarea, a un calmoso buey echado, que rumiaba y parecía reflexionar sobre lo que estaba a su vista, y a una muía que mordisqueaba pasto seco. Por el roto techo del establo entraba la vivísima luz del lucero, llenaba de resplandor al grupo de la mujer, el hombre y el niño, y daba tal transparencia al cuerpo del niño que éste parecía hecho en el más fino de los cristales.
       El rey Baltasar, el alegre y bondadoso rey del desierto, tenía un corazón puro, un corazón de esos que reconocen la verdad y no la niegan. En un segundo había observado que a pesar de estar recién nacido, aquel niño tenía los ojos abiertos e iluminados, ojos a la vez claros y profundos, como los de los seres que han visto cuanto hay que ver en la vida. Entonces Baltasar gritó, volviéndose a Gaspar y a Melchor, que todavía estaban sentados sobre sus camellos:
       —¡Majestades, aquí hay un niño que debe ser el Hijo de Dios!
       Esas palabras sorprendieron a José, quien no pudo menos que preguntar:
       —¿Tan pronto le llegó la noticia, señor?
       Melchor se asomó a la puerta antes que Gaspar. También él miró, sólo que lo hizo con su acostumbrada calma, estudiando la escena con mucho detenimiento. Ya se sabe que Melchor no se aventuraba a dar opiniones si no estaba muy seguro de lo que diría.
       —¿Es o no es ese niño el Hijo de Dios? —le preguntó, lleno de entusiasmo, el rey Baltasar.
       Pero Melchor meditó todavía un poco más; alzó los ojos para cerciorarse de que la luz que alumbraba al hermoso grupo era la del lucero; contempló con verdadero interés al niño, y terminó admitiendo:
       —Sí, ese niño es el Hijo de Dios.
       Al oír al sereno y juicioso Melchor hablar así, el corazón del rey Baltasar se desbordó de alegría. En verdad, parecía haberse vuelto loco. Corrió hacia la puerta exclamando:
       —¡Es el Hijo de Dios, rey Gaspar! ¡Tenemos que darle nuestros tesoros! ¡Ha sido una suerte traer los tesoros para que podamos ofrendárselos ahora al niño!
       Oír a Gaspar tales exclamaciones y saltar como si lo hubiese picado un animal venenoso, fue obra de un segundo.
       —¿Qué dislates son ésos, rey Baltasar? ¿Te has vuelto loco? ¿Crees tú que yo voy a darle mis tesoros al primer niño que encuentre? ¡Señor! —agregó, elevando los brazos al cielo y levantando su cabeza, lo cual era un espectáculo bastante cómico, visto que todavía estaba sobre el camello y éste se hallaba arrodillado—, ¡este desdichado rey negro ha perdido el juicio y quiere que lo pierda yo también!
       Pero el rey Baltasar no ponía atención en las quejas de su amigo y compañero. Se dirigió a su camello y comenzó a descargar los tesoros. Viéndole actuar, el rey Gaspar casi enloquecía.
       —¡Melchor, rey Melchor! —gritaba, apelando al buen juicio de su amigo y colega—. ¡Este loco va a darle sus tesoros a ese niño porque dice que es el Hijo de Dios!
       Con su gran paciencia, Melchor le contestó:
       —Sí señor, es el Hijo de Dios, y yo también voy a poner mis tesoros a sus pies.
       A poco más pierde la razón el rey Gaspar. Estaba lívido. Era, en verdad, un rey de mal humor, que necesitaba de muy poca cosa para sentirse colérico, y cuando se ponía así la barba le subía y le bajaba sin cesar, del cuello a la nariz y de la nariz al cuello. Preguntaba ahogándose:
       —¿Pero cómo es posible que le den a ese niño todos sus tesoros? ¿No comprenden que van a quedarse en la miseria? ¿Y yo, qué va a ser de mí? ¿Creen ustedes que yo voy a arruinarme porque ustedes se empeñen en creer que ese recién nacido es el Hijo de Dios? ¿Quién me lo asegura?
       —No charles tanto, rey Gaspar —dijo Baltasar—; nos lo asegura el corazón, que nunca se equivoca. Ve tú a verlo y después di lo que quieras.
       —¡Claro que iré. Y ya verán ustedes que ése no es el Hijo de Dios!
       Ocupado en descargar sus tesoros, Melchor no hablaba.
       El rey Gaspar se lanzó de su camello, y tanta ira llevaba que se enredó los pies y cayó de narices en el polvo. Pero se levantó de prisa y entró al establo dispuesto a probar que sus dos amigos estaban equivocados. Sin embargo, he aquí que al cruzar la puerta quedó alelado, allí estaba el grupo. El hombre y la mujer se veían en actitud de adoración; el niño sonreía al viejo rey malhumorado; el buey y la muía parecían observarlo, como si dijeran: "Vamos a ver cuál es ahora tu opinión".
       Algo sintió el rey en su corazón; como una música, como una luz, como un calor suave y bienhechor. Elevó los ojos hacia el techo y creyó que hasta el lucero esperaba sus palabras. Poco a poco fue acercándose al grupo; cayó de rodillas, tomó una mano del niño y dijo:
       —El Señor te bendiga, preciosa criatura.
       Y entonces se puso de pie y caminó hacia su camello. El rey Baltasar y el rey Melchor iban entrando ya con sus tesoros; el primero sonrió con bastante indiscreción, casi burlándose del viejo rey Gaspar. Pues el rey negro del desierto era más franco de lo necesario y con sus ribetes de burlón. Pero Melchor ni siquiera alzó los ojos. Ya afuera, Gaspar sacó de uno de los cofres dos monedas de oro y se las guardó en su cinturón.
       —El Señor Dios me perdonará si me quedo con éstas —dijo—, pero yo no quiero exponerme a estar completamente arruinado como este par de locos. A lo mejor más tarde hacen falta estas monedas para que ellos mismos no se mueran de hambre.
       Después cogió sus tesoros y los llevó hasta los pies del niño. Muy silenciosamente, los tres reyes abrieron sus cofres, y la luz del lucero sacaba brillo de los rubíes, las esmeraldas, los brillantes y el oro que había en ellos. Tanto era el brillo que el buey volvió sus pesados ojos hacia la muía, como queriendo decirle: "fíjate cuántas cosas hermosas han traído estos tres reyes". Con lo cual pareció estar de acuerdo la muía, porque también ella miró al buey y después fijó la vista en los abiertos cofres.
       No sólo el buey y la muía, sin embargo, contemplaban aquel montón de riquezas; también el Señor Dios las veía desde arriba. Las veía y sonreía moviendo de un lado a otro la gran cabeza. Se sentía feliz el Señor Dios, no por los tesoros, sino porque su ofrenda significaba un homenaje a Su Hijo. Y como de vez en cuando al Señor Dios le gustaban las travesuras, se reía de que el colérico y viejo Gaspar hubiera guardado dos monedas de oro.
       —Ese rey es un gran tipo —decía, y por la blanca barba de Gaspar le llegó a la memoria la de don Nicolás, razón por la cual se preguntó:
       —¿Pero qué será de ese otro viejo? ¿Por qué no habrá llegado todavía? ¡De seguro que el tonto del reno se ha distraído! Los renos sólo piensan en el pasto. ¿Dónde estará ahora?
       Buscando con la mirada alcanzó a verlo: volaba a velocidad increíble. El brioso animal partía los aires, con las patas de atrás juntas y extendidas, las delanteras dobladas por las rodillas y también juntas, el poderoso cuello erguido, la linda cabeza derecha y abiertas las ventanas de la nariz. Atrás, en el trineo, muy sonreído y muy tranquilo, iba don Nicolás. Llevaba sobre las piernas el saquito lleno de juguetes de madera, con el cual, echado al hombro, iba de choza en choza cuando cayó del cielo, a su lado, el reno con el trineo. El reno habló para decir: —Me parece que tú eres don Nicolás, ¿no?
       —Sí, soy yo —oyó que le respondieron.
       A lo que, sin perder tiempo, replicó el reno:
       —Entonces súbete aquí, porque el Señor Dios dice que si haces el viaje a pie hasta donde ves la luz, llegarás un poco cansado.
       Don Nicolás no era hombre de formular muchas preguntas, ni andaba buscándole dificultades a las cosas, de manera que le pareció lo más natural del mundo aprovechar la oportunidad que le ofrecían, y ni corto ni perezoso se acomodó en el trineo. A poco notó que iban volando, cosa que no le sorprendió porque tampoco tenía él la costumbre de sorprenderse: en esta vida todo puede suceder, hasta lo más inesperado. Pero creyó del caso hacer algún comentario; así es que le preguntó al blanco animal:
       —¿Tú eres un reno o un avión?
       A pesar del ruido del aire, que era mucho, el reno le oyó porque volvió la cabeza para responderle:
       —No hagas preguntas, porque no puedo perder tiempo. El Señor Dios es muy estricto cuando da órdenes y yo recibí la de llevarte cuanto antes a Belén. Por esa razón vamos volando, no porque yo sea avión ni cosa parecida.
       —Bueno, bueno —explicó don Nicolás—, no es mi intención causarte enojos. Si lo del avión te ha molestado, dalo por no dicho. Lo que sí desearía que me explicaras es eso de Belén. ¿Qué es Belén?
       —Siento no poder decírtelo, pero ni yo mismo lo sé. Agárrate, no vayas a caerte, porque dentro de poco vamos a llegar y en Belén no hay nieve. Si te caes te rompes por lo menos una costilla.
       —¿De manera que me traes volando tan lejos para que me rompa una costilla? No esperaba eso. Pero en fin, hágase la voluntad de Dios —comentó Nicolás.
       —Eso mismo digo yo y eso es lo que estoy haciendo —afirmó el reno.
       Fue exactamente cuando terminó de decir esas palabras cuando el Señor Dios acertó a verlos desde su altura.
       Cuando el reno y su pasajero se acercaban, el lucero parecía despedir mayor luz. Era una fuente de resplandor, una creciente semilla de claridad, el más espléndido espectáculo que podía disfrutarse en la Tierra. Hasta el reno quedó deslumbrado.
       —¡Qué luz tan limpia! —dijo.
       Don Nicolás opinó en alta voz que mejor que ver al lucero en ese momento era ver la tierra para saber dónde iban a bajar. Estaba preocupado por la integridad de sus costillas.
       —Ese es un problema mío que resolveré por mí mismo. Y no me distraigas, que ya estamos llegando —explicó el reno.
       Así era. Un instante después el hermoso animal ponía sus cuatro patas a la puerta del establo, y el trineo, que había descendido con tanta suavidad como si se hallara sobre montones de algodón, chirriaba ligeramente al sentirse frenado por el suelo.
       —¿Aquí es? —preguntó don Nicolás.
       —Aquí —respondió el reno.
       Don Nicolás descendió, con alguna dificultad porque era grueso y de bastantes años. Súbitamente el reno se deshizo en el aire, con todo y trineo. Don Nicolás lo vio deshacerse, pero tampoco eso le resultó extraño. Era costumbre suya no asombrarse de nada. Con su saco al hombro, se dispuso a entrar en el establo.
       Pero en ese momento salían de allí tres hombres vestidos lujosamente, con trajes que él jamás había visto ni imaginado. El primero en salir fue un negro de arrogante estampa, vestido de verde con turbante blanco; le seguía un anciano flaco, muy altivo, de manto azul y turbante dorado, en cuyo rostro destacaba una barba blanca; por último, iba un señor de talla mediana, también medianamente grueso, de barba negra y corta y manto amarillo y turbante rojo. Los tres salían con expresión feliz.
       —¿Quiénes serán estos señores? —se preguntó don Nicolás, y se quedó mirándoles, a la vez que los tres le miraban a él, tal vez sorprendidos por su figura, su ropa tan desusada en esos parajes, su barriga saliente y su semblante alegre.
       Los reyes comenzaron a hablar entre sí. El negro avanzó hacia su camello y de pronto se puso a gritar:
       —¡Majestades, vengan a ver; aquí ha sucedido algo raro! ¡Los camellos están cargados de tesoros!
       Melchor y Gaspar corrieron a comprobar lo que decía su compañero Baltasar, y los dos se quedaron mudos de asombro ante aquellas riquezas. Allí había muchas veces más tesoros de los que ellos habían dejado a los pies del niño. No podían comprenderlo. Melchor, siempre sensato, estudió la situación en silencio y después dijo:
       —Aquí debe haber un error, majestades. Propongo que averigüemos quiénes son las personas que olvidaron estas riquezas, y que se las devolvamos cuanto antes. Es posible que haya habido un cambio de camellos y que éstos no sean los nuestros, sino otros.
       ¿Para qué dijo tal cosa? El rey Gaspar por poco lo fulmina. Saltó con la agilidad de un mono y quería meterle los puños por los ojos.
       —¿Estás loco? —decía—. ¿Cómo se te ocurre decir eso? ¿Qué persona con dos dedos de frente va a dejar abandonados tres camellos cargados de riquezas? ¿No ves, además, que éstos son nuestros camellos? ¿Estás tan ciego que no los reconoces?
       Baltasar terció para decir:
       —Majestades, puede ser que sea un regalo del Señor Dios en vista de que le hemos dado a Su Hijo cuanto teníamos.
       El rey Gaspar no necesitaba explicación tan estimulante para estar de acuerdo con su amigo, y olvidando las muchas veces que él había criticado a Baltasar por ligero, afirmó:
       —Así es, sin duda alguna. Baltasar siempre acierta porque este negro es muy inteligente. Además, ya es tarde, nosotros estamos cansados, y yo opino que lo más prudente es que volvamos a nuestros reinos y allá hagamos las averiguaciones del caso. Yo, por lo menos, me voy ahora mismo.
       Dicho y hecho: se trepó en su camello y en el acto salió al trote. Baltasar dijo:
       —No lo dejemos ir solo, Melchor, porque podría suceder que un grupo de bandoleros le asaltara en el camino.
       Y como Melchor estuviera de acuerdo, con la salvedad de que al llegar debían investigar el origen de los tesoros, montaron y se fueron.
       Tuvieron que hacer trotar a las bestias para alcanzar a Gaspar, que iba ya bastante lejos, siempre murmurando:
       —¡Pero qué cambio el de Melchor! ¡Ha perdido el buen juicio ese pobre rey! ¡Proponer que hiciéramos averiguaciones a esta hora!
       Mientras ellos se alejaban, el bueno de don Nicolás los veía desde la puerta del establo y el Señor Dios desde su agujero en las nubes. Don Nicolás pensaba: "Son raros, pero simpáticos". Y el Señor Dios: "La verdad es que Mi Hijo ha sido honrado debidamente por esos reyes".
       En su satisfacción, Él no sabía a cuál prefería. Le habían gustado el entusiasmo del negro y la tranquilidad de Melchor, pero le habían hecho sonreír las inquietudes y la picardía de Gaspar.
       Estaba sonriéndose todavía el Señor Dios cuando don Nicolás decidió entrar al establo. Quería ver qué había en el destartalado caserón en cuyo interior entraba a raudales la luz del lucero. Se oían adentro balidos de ovejas y ruidos de animales que se movían. Don Nicolás se asomó a la puerta, ¡y qué conmovedora escena la que vieron sus ojos! Del lucero caía un rayo de luz sobre el niño; éste dormía de la manera más plácida imaginable sobre un montón de heno seco; a su lado, contemplándole con arrobo, estaba una joven y bella mujer en cuyo rostro se adivinaba la dicha maternal; cerca de ambos, un señor de negra barba preparaba pedazos de madera para encender una hoguera, porque la noche era fría. Sin embargo no era en el grupo humano, y en su honda paz, donde estaba la parte conmovedora de la escena; era en su fondo. Pues tras la mujer, el hombre y el niño se hallaban varios de los animales del establo —el buey, una vaca, un asno y una oveja—, y todos miraban fija y dulcemente hacia el niño, con ojos casi humanos, como si comprendieran que esa criatura que dormía sobre el montón de heno no era igual que todos los niños del mundo. En su candor de viejo bondadoso, a don Nicolás no se le escapó la extraña atención de los animales. Pensó: "Los animales sólo se sienten atraídos por las almas puras, y eso quiere decir que este niño ha nacido con un alma excepcional", pero no dijo eso ni nada parecido; sólo dijo:
       —Buenas noches, señores.
       José levantó la cabeza y dejó de atender su hoguera. La figura de don Nicolás le causó verdadera sorpresa. ¿De dónde llegaba ese viejo gordo y bonachón? Jamás había visto él a nadie que vistiera así ni que tuviera ese aspecto; ese cutis tan rojizo, esos ojos tan azules, esas cejas tan largas y tan blancas. El rostro del recién llegado tenía un aire fuera de lo común. Por lo demás, hablaba con voz pausada y alegre.
       —Bienvenido a este lugar —dijo José.
       —Creo que esto es Belén; por lo menos, eso explicó el reno —expuso don Nicolás por decir algo para empezar la conversación.
       José pensó: "¿De qué reno hablará? ¿Qué será un reno?" Pero se tranquilizó con la idea de que tal vez "reno" era el nombre de alguna persona a quien él no conocía.
       —Sí, esto es Belén —explicó— y esta casa es el establo, mejor dicho, uno de los establos de Belén.
       —Yo he venido aquí sin saber cómo ni por qué, señor —dijo don Nicolás—, pero lo cierto es que me alegro de haber venido porque en mi vida había visto niño tan bello, tan sano y tan tranquilo. Me parece que si Dios tiene un hijo deberá ser así.
       José miró entonces a María y ambos sonrieron.
       —Señor —dijo José—, usted no anda errado, porque ese niño que duerme ahí es el Hijo de Dios.
       —Ah, claro. Tenía que ser. Eso es lo que me ha traído hasta aquí, el sentimiento de que algo grande había sucedido por estos lados —explicó don Nicolás como si hablara consigo mismo y como si no hubiera más gente allí.
       José se puso de pie y se acercó a don Nicolás; luego, mostrándole los cofres abiertos, dijo:
       —Mire lo que le han traído los reyes del desierto.
       Don Nicolás contempló las joyas, las piedras preciosas, el marfil, las monedas; pero lo miró todo sin mayor interés.
       —Sí, muy hermoso. También yo le traigo algo. No son tesoros porque soy pobre. Se trata de juguetes de madera que yo mismo hago, ovejas y patos y caballitos tallados en pedazos de árbol.
       Con movimientos muy naturales don Nicolás se descolgó el saco del hombro, lo abrió y comenzó a sacar sus juguetes. María tomó uno de ellos y se lo llevó a la cara.
       —¡Qué lindos son, señor! —dijo.
       —Gracias, señora, pero yo sé que no son lindos ni ricos; sólo que se los ofrezco al niño de todo corazón.
       —¿No quiere calentarse y tomar algo? —preguntó José, que se sentía conmovido y no hallaba qué decir ni qué hacer.
       —No, porque el reno me espera y tenemos que hacer un viaje muy largo.
       —Pero debería descansar un rato aquí con nosotros, señor —opinó María.
       —No, no puedo. Debo irme. Quisiera darle un encargo, señor; quisiera que le dijera al Señor Dios de mi parte que tiene el hijo más bello y más sano del mundo, que me ha dado mucha alegría conocerlo y que si ese niño va alguna vez por mis tierras yo le guardaré muchos juguetes.
       Y buenas noches, señores. Muy buena suerte para usted, señora.
       En diciendo esto, don Nicolás dio la espalda y salió. Se sentía feliz; había visto un niño hermoso y una escena delicada, y a él lo bello le hacía dichoso. Además siempre recordaría esa extraordinaria luz que bañaba el establo y hacía transparente el cuerpo del Hijo de Dios. Al salir vio que del aire mismo se formaba el reno.
       —Vámonos, que se hace tarde y no quiero líos. Por aquí jamás han visto un reno y la gente podría asustarse si me ve —dijo el animal.
       Don Nicolás trepó en el trineo, con la misma tranquilidad de antes a pesar del mal rato que pasó cuando se acercaban al establo. Instantes después iban volando a centenares de millas por minuto y a alturas que daban vértigo. En medio de su vuelo, el reno pensaba: "Me dan ganas de pasar cerca del Señor Dios para que nos vea y sepa que ya está hecho todo lo que me pidió". Lo cual era gran tontería del reno, porque pasara lejos o cerca, el Señor Dios estaba mirándole; le seguía a través de los espacios, desde su agujero en las nubes. Al paso del animal, el Señor Dios se puso a pensar así: "dentro de un momento don Nicolás se hallará de nuevo en sus tierras y quizá piense que ha soñado. Pero no ha soñado. Ha ofrendado a Mi Hijo sus juguetes, le ha dado el cariño de su corazón. De acuerdo con su carácter y sus medios, ha estado a la altura de los tres reyes. Mi Hijo ha sido debidamente honrado".
       En eso bostezó. Tenía sueño el Señor Dios. El Señor Dios era un consumado dormilón, y hay personas que piensan que con ello Él ha dado mal ejemplo a algunos hombres, lo cual es señal de gran ignorancia. Pues sucede que antes, millares de siglos antes, el Señor Dios estuvo millones de años sin dormir un segundo, trabajando día y noche. Fue cuando hizo los mundos. Hay miles de millones de mundos, y El los hizo uno a uno. Él soplaba y decía: "Tú, soplo, hazte un mundo". Y ya estaba. Primero hacía un sol, después varios mundos para que rodaran alrededor de ese sol. Creó millones de soles y miles de millones de mundos. Cada vez que hacía uno de éstos lo lanzaba bien lejos, y le decía "Tú girarás en esa dirección y de ahí no te saldrás nunca. Ten cuidado, porque ustedes los mundos son dados a no atender cuando se les habla y después se ponen a hacer disparates, y si tú haces alguno te convierto en cometa para que viajes sin cesar de un extremo a otro del firmamento. O te hago reventar". Y de sus manos salieron soles y soles, mundos y mundos, todas esas estrellas que se ven de noche e infinito número que no pueden verse. Jamás descansaba. Cada uno de ellos le consumía por lo menos un día y una noche de trabajo, de manera que el Señor Dios estuvo millares de millones de días y de noches sin descansar y sin dormir, lo cual explica que después sintiera sueño constantemente. Era, pues, una gran tontería de algunos hombres echarle en cara que fuera dormilón.
       Pero además de todas esas razones, el Señor Dios no tenía por qué estar despierto siempre. Pues ocurre que después de haber hecho tantos mundos Él escogió la Tierra y en ella creó los animales, las aves, y los peces, los insectos y los microbios, creó las plantas desde los grandes árboles hasta las rosas y las yerbas, hizo los mares, los lagos y los ríos; y al fin creó al hombre y a la mujer. Cuando éstos estuvieron creados, el Señor les dijo: "Ahí tienen la Tierra para que la pueblen". Y les dio inteligencia a fin de que la usaran en conquistar la felicidad. Hecho todo eso, ¿de qué más tenía que ocuparse? La verdad es que de nada más, y como se aburría mucho sin compañía alguna allá arriba, lo mejor que podía hacer era dormir.
       Esa noche del nacimiento de Su Hijo, sin embargo, no se durmió inmediatamente porque estaba pensando en los tres reyes y en don Nicolás. Pensaba Él que algo debía hacerse para que ellos le recordaran siempre a la humanidad el nacimiento de Su Hijo. Y de pronto halló la solución; la halló y la dijo en voz alta, a pesar de que era innecesario puesto que nadie le oía. He aquí lo que dijo:
       —A partir de este momento los cuatro serán inmortales y cada año irán de casa en casa repartiendo juguetes entre los niños.
       Acabando de hablar, empezó a acomodarse para dormir. Mas resultó que alguna idea le bulló en la gran cabeza. Pensó: "Pero los pobres reyes van a resfriarse si recorren las tierras de las nieves, y el buen viejo don Nicolás se ahogará de calor si tiene que visitar a los niños de los países cálidos". Y ese pensamiento le desveló un poco. Tornó a dar vueltas, se arropó con una nube, bostezó de nuevo.
       —Ah, caramba —dijo de pronto, golpeándose la frente con una mano, y de nuevo en alta voz—, si la solución es tan fácil. Lo mejor es que don Nicolás visite las casas de los niños que viven en los países de nieves y los reyes las de los que viven en las tierras calurosas. Así se les evitan a los cuatro enfermedades y contratiempos.
       El Señor Dios, sin embargo, olvidó que don Nicolás viajaría en trineo y llevado por un reno veloz, mientras los reyes cabalgarían camellos, animales más lentos, razón por la cual el primero podría llegar siempre el día de la Navidad mientras que los segundos perderían tiempo y llegarían más tarde, quizá dos semanas después. Pero ese era un detalle casi sin importancia. El Señor Dios tenía demasiado sueño para detenerse en detalles. Se dispuso, pues, a dormir, y en el acto estaba roncando.
       Allá abajo, en Belén, se oyeron ruidos que procedían del cielo.
       —¡Va a llover, va a haber tormenta! —decía la gente mientras se apresuraba a recoger sus cosas y buscar abrigo—. ¡Ya está tronando!
       Pero no había tales truenos. Lo que ellos oían eran los ronquidos del Señor Dios, que duraron toda esa noche. A la salida del sol dejaron de oírse, lo cual no significa, en manera alguna, que el señor Dios había despertado; al contrario, dormía más profundamente. Ese sueño duró, por cierto, varios años.

JUAN BOSCHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora