Capítulo VI
Pero no sólo el viejo Santa Claus pasó apuros esa noche. También los estaban pasando los Reyes Magos, y no hay que tener mucha imaginación para sospechar que las tribulaciones de los Reyes Magos eran mayores que las de Santa Claus, pues el hecho de que fueran tres personas de caracteres tan distintos complicaba siempre los problemas.
Los Reyes iban saliendo ya de México, en camino hacia La Habana, cuando Baltasar, que estaba dejando un juguete en la casa de un niño cuyo padre tenía estación de radioaficionados, acertó a recibir la llamada de Santa Claus. Salió a saltos en busca de sus compañeros, y dio con Melchor, que disfrutaba, sobre su camello, de un corto sueño. Baltasar le contó en el acto lo que sucedía, a lo que respondió Melchor diciendo:
—Mal se presenta la situación, Baltasar. Yo entregué ya el último de mis juguetes, a ti sólo te quedaba ése que dejaste en la casa de donde vienes; en cuanto a Gaspar, tenía tres niños a quienes visitar. Ojalá demos con él antes de que haya ido donde el último.
Baltasar no era rey que se quedara callado; echaba afuera cuanto pensaba y sentía. Por esa causa comenzó a protestar de la costumbre que habían adoptado en los años recientes, la de almacenar con anticipación en cada país los juguetes que iban a repartir en él.
—Eso se llama organización, Baltasar —explicaba Melchor—. No podemos ir contra los tiempos. Es absurdo quedarse atrasado.
—Por no quedarnos atrasados ahora nos vemos en apuros. Propongo que nos metamos en una tienda y nos llevemos cualquier juguete para ese niño.
—Sería un hermoso ejemplo para los niños del mundo que el rey Baltasar amaneciera preso por robo con fracturas.
—Que yo amanezca preso no importa; lo importante es que ese niño no siga llorando.
—A los ojos de alguna gente, puede que tengas razón. Pero hay mucha que vería el asunto por otro lado.
—¿Por qué otro lado?
—Dirían: "Claro, tenía que ser el negro el que cometiera ese robo".
Baltasar no tardó un segundo en responder:
—Es verdad, pero eso tiene solución; métete tú en la tienda y así no dirán que fue el rey negro.
Melchor miró calmadamente a su compañero al tiempo que decía:
—Ni el negro ni Melchor, rey Baltasar. Nosotros tenemos que actuar en forma correcta. Hablemos con Gaspar y veamos entre los tres cómo resolvemos el caso.
—¡Allá lo veo! —exclamó Baltasar señalando hacia una hermosa avenida.
Y en efecto, allá se veía al rey Gaspar, iluminado por las farolas eléctricas, con su barba blanca agitada por el aire, cabalgando su camello, casi flotando tras él su brillante manto azul.
—Rey Gaspar, acércate, que tenemos que hablar —gritó Baltasar.
—No es hora de hablar, sino de apresurarnos. Se hace tarde y nos esperan en Cuba —respondió Gaspar.
—¿De qué se ríe este loco? —preguntó dirigiéndose a Melchor.
—De que tenemos que hacer un viaje a la frontera del norte, donde hay un niño que llora porque lo dejamos sin juguetes —explicó Melchor.
—¿Cómo? ¿A esta hora y sin tener qué llevarle?
—Sí, compañero, a esta hora, y hay que buscar algo que llevarle. Es orden del Señor Dios —dijo, con muchos movimientos de brazos y manos, el rey Baltasar.
—¡Esto es un desorden, un verdadero desorden! —clamó el rey Gaspar—. Ai Señor Dios le era muy fácil resolver ese asunto sin nuestra intervención.
Entonces se oyó el vozarrón del Señor Dios, que venía desde la altura:
—¡Son ustedes los que tienen que resolverlo, mentecatos, para que otra vez se guarden mucho de sacar de la lista a un niño, por pobre y olvidado que sea!
Al oír esas palabras, hasta los camellos se echaron a temblar. Ni siquiera el rey Gaspar se atrevió a insinuar una protesta. Durante buen rato los tres se quedaron mudos, mirando hacia arriba, donde sólo rutilantes estrellas se veían. Una brisa bastante fría pasaba meciendo las copas de los árboles y limpiando el cielo de nubecillas, y se oía, como un zumbido, el rumor de la ciudad.
—Majestades, ya lo han oído. Hay que buscar un juguete, por lo menos uno, y salir en el acto hacia la frontera —afirmó Baltasar.
Pero no era fácil hallar el juguete y no era fácil llegar hasta la frontera a tiempo usando los viejos camellos; puntos ambos que fueron materia de discusión entre los reyes. Al fin Baltasar propuso algo práctico: alquilar un avión que los dejara lo más cerca posible del lugar donde vivía el niño que lloraba.
—¿Y cómo alquilarlo? ¿Dónde está el dinero? ¿No gastaron ustedes todos los tesoros que nos dio el Señor Dios comprando juguetes? ¿No me hicieron gastar también los míos? Ahora ha llegado el momento de lamentar esas locuras.
Como es claro, esto lo dijo el rey Gaspar, por cierto con voz bastante agria.
—La única solución es vender los camellos —apuntó calmosamente el rey Melchor.
—¿Qué has dicho, rey Melchor? ¿Estás perdiendo la razón? ¿Qué se ha hecho de tu antigua cordura? ¿Vender yo mi camello?
Era otra vez el rey Gaspar quien hablaba. La verdad es que al rey Gaspar le ponía fuera de sí oír alguna proposición que significara pérdida. Pero no le sucedió lo mismo al rey Baltasar. Éste era expeditivo; lo que le interesaba era resolver el problema del momento y no se detenía en consideraciones sobre lo que sucedería mañana. Baltasar se agarró a la idea de Melchor como uno que va cayéndose al mar se agarraría a un clavo ardiendo; y tanto argüyó, opinó, habló y gritó que un cuarto de hora después salía con los tres camellos en busca de un circo que había visto poco antes. Quería proponerle al dueño que le comprara los tres animales. Ya iba lejos Baltasar, y todavía oía las protestas del viejo rey Gaspar.
No se sabe cómo se las arregló el rey negro, pero es el caso que en poco tiempo volvió diciendo que ya estaba todo arreglado y que el avión esperaba por ellos. Sólo uña cosa no había podido obtener, el juguete para el niño; pero según le dijeron en el circo, al llegar al aeropuerto de destino podrían hallarlo. En suma, antes de que Gaspar pusiera fin a sus protestas, los tres amigos iban volando, camino de la frontera del norte.
Nunca pensaron los tres reyes del desierto, en más de mil novecientos años que tenían repartiendo juguetes, que algún día usarían un pájaro de metal para ir a dar un poco de felicidad a un niño que vivía en choza de barro, a centenares de millas de distancia. Pero las sorpresas que ofrece la vida son muchas y eran incontables las vueltas que había dado el mundo desde la noche en que fueron a Belén; todo había cambiado, todo era distinto. Sólo el Señor Dios seguía siendo igual, y Él velaba por la dicha de los pequeños porque también Él había tenido un hijo y nada agradaba más a su corazón que ver felices a los niños.
Los cambios habían sido grandes y los reyes del desierto lo sabían mejor que nadie, porque recorrían año tras año parte de la Tierra y veían cada vez más novedades. El hombre era audaz; usaba su inteligencia en inventar las cosas más raras. No sólo fabricó el avión, el teléfono, la radio, la televisión, máquinas que servían para todos los usos y medicinas que curaban casi todas las enfermedades, sino que además, iba extendiéndose la idea de que la verdadera comodidad no se lograba nunca si el alma del hombre se mantenía inquieta, y la manera de tranquilizar el alma no era dando al cuerpo los mejores alimentos; la manera más adecuada era buscando la paz por medio de la bondad. Los hombres iban aprendiendo que no era teniendo más poder o más conocimiento solamente como lograrían la felicidad, sino refinando sus sentimientos y haciéndolos cada vez más firmes y puros. Con la ambición se conquista el poder, con el estudio se conquistan las ciencias; pero sólo con la bondad se conquista la dicha.
El Señor Dios persistía en un punto; y he aquí cómo Él lo decía para sí: "Los hombres tienen que aprender a quererse, porque el amor los hará bondadosos y los salvará de ser codiciosos, crueles e injustos". El Señor Dios ponía toda su ternura en los niños porque ellos saben querer naturalmente, y se llenaba de ira cada vez que oía a un padre decir a sus hijos que para ganar buen éxito en la vida hay que ser duros de corazón, egoístas y fríos. Pero esos padres, por suerte, eran cada vez menos. El Señor Dios veía con placer que cada día la humanidad avanzaba hacia el amor, que cada día era mayor el número de los que deseaban ser bondadosos. Por ejemplo, el dueño del circo que compró los camellos de los Reyes Magos no necesitaba para nada de esos pobres animales, pero le hizo creer a Baltasar que le hacían falta a fin de que el rey negro y sus compañeros tuvieran dinero para el viaje.
El viaje fue rápido, pero no tanto que llegaran a tiempo para hallar gente en el aeropuerto. Era muy poca la que se veía y ya estaban cerradas las pequeñas tiendas. De manera que cuando Baltasar preguntó dónde podría comprar un juguete para un niño que lloraba porque no tenía ninguno, le dijeron que ya no había comercios abiertos. En ese momento se le acercó un hombre humilde, vestido con ropa sencilla de algodón y una especie de cobertor que le cubría los hombros y el pecho. Tenía los pies calzados con pedazos de goma de automóvil. Era pálido, delgado, de pelo muy negro que le caía sobre la frente. Su estampa iba pregonando su pobreza, pero a la vez su rostro reflejaba bondad. Con mucha dulzura en la voz explicó:
—Yo fabrico juguetes de madera para venderlos en estos días. ¿Me permite ofrecerle el único que me queda? Es rústico, hecho a cuchillo, y deseo regalárselo.
Al terminar de hablar echó al suelo un saco que llevaba a la espalda, y de él extrajo ropa sucia, frutas, un paquete de maíz y algunas otras cosas que llevaba a su casa. Revuelto con todo eso estaba el juguete, un precioso caballito de madera que arrastraba tras sí una diminuta carreta.
—Amigo, esto es una belleza. Dios ha de pagarle a usted su bondad —dijo efusivamente el rey Baltasar.
Melchor se acercó, miró con su habitual calma el juguete, y comentó:
—Está muy bien hecho. Gracias.
Pero Gaspar no dijo nada; esto es, no dijo nada acerca del regalo que acababan de recibir, porque habló de otra cosa. Preguntó:
—¿Y el niño? ¿Dónde vive el niño ése?
El malhumorado rey sabía que el niño vivía en la frontera del norte, pero hacía la pregunta porque deseaba que sus dos amigos terminaran cuanto antes de hablar con el hombre que les había obsequiado el juguete. La acción del desconocido le conmovió como pocas veces, desde que vio al Hijo de Dios en el establo de Belén, se había sentido conmovido.
Y al rey Gaspar no le gustaba que le sucediera eso. Recordaba con toda nitidez que por haber experimentado una emoción parecida, casi dos mil años antes, había regalado a una vieja enferma una moneda de plata, y, ¡caramba!, jamás se perdonaría él esa debilidad, aunque viviera diez mil siglos. Baltasar, que a todo esto se hallaba hablando con otra persona, había oído la pregunta de Gaspar y no tardó en contestarle.
—Este señor está explicándome que la frontera queda lejos. Parece que tendremos que alquilar un automóvil para ir allá.
Por lo visto, era la peor noche en la vida de Gaspar. No acababan de darle disgustos.
—¿Alquilar un automóvil? —preguntó—. ¿Y con qué dinero, rey Baltasar?
Y he aquí que de pronto se oyó una gran voz que caía de lo alto y decía:
—¡Con las dos monedas de oro que te guardaste la noche en que nació Mi Hijo, rey Gaspar, avaro del demonio!
Desde luego, es inútil tratar de describir la escena que se produjo allí. De los presentes, sólo los tres reyes oyeron la voz. Nunca jamás se vio un grupo real más confundido que ése. El primero en reaccionar fue Baltasar.
—Conque dos monedas de oro, ¿eh?
Tenía un tonillo que era a la vez burlón y colérico. Dejándolo a un lado, se dirigió a Melchor, como un general en jefe que da órdenes en medio de la batalla.
—¡Melchor, busca un automóvil, el primero que pase, y contrátalo sin discutir el precio, que Gaspar tiene dinero!
En verdad, Gaspar estaba tan apenado que tuvieron que empujarlo para que entrara al automóvil. Tardó mucho en hablar. A su lado, mirándole en silencio, con expresión severa, iba Melchor. Probablemente llevaban ya media hora de camino cuando el rey Gaspar dijo:
—¡Ha sido una injusticia lo que el Señor Dios ha hecho conmigo, y ha sido además una tontería obligarme a gastar el último dinero! ¡Yo guardaba esas monedas para un caso de necesidad!
—Sí, claro, las guardaste casi veinte siglos —comentó Baltasar.
Durante todo el viaje, cada diez, a veces cada ocho y hasta cada cinco minutos, se oía a Gaspar murmurar.
—¡Es una injusticia quitarme lo último que me quedaba!
Tanto lo dijo y tanto lo repitió, que oyéndole el rey Melchor acabó por dormirse como si lo arrullara una canción de cuna. Mientras tanto, el automóvil iba a toda marcha hacia la frontera y Baltasar, el rey negro, que no usaba manto, se frotaba los brazos con ambas manos porque la noche era fría. El alegre rey echaba de menos el clima de su oasis, cálido en el día y fresco en la noche. Las temperaturas heladas no se habían hecho para él.
Sin embargo había una persona que estaba pasando más frío que Baltasar, a pesar de que se hallaba acostumbrado a las nieves. Era Santa Claus. Pues el buen viejo, deseoso de llegar lo más pronto posible a la choza del niño mexicano, e imposibilitado de usar su reno, se fue a pie y decidió lanzarse al río y cruzarlo a nado. Mala idea fue esa, porque el risueño Santa Claus no tenía edad para andarse dando chapuzones en agua helada, y menos a las dos de la mañana. Y como su ropa era de lana, conservó la humedad y no se calentó a pesar de la caminata que tuvo que hacer por entre breñales y cerros pelados. Caminó a campo traviesa, orientándose por el llanto del niño, oyendo a ratos ladridos de perros, buscando afanosamente con la mirada, en medio de la oscuridad, la choza adonde se dirigía.
A menudo tropezaba, volvía a levantarse, se caía y gateaba como los niños. Debido a todo ello iba ensuciándose la ropa en forma lamentable. Y no cesaba de sentir frío. En una ocasión estornudó.
—Creo que me he resfriado —dijo el buen viejo en alta voz.
Y así era. Pero resfriado o no, siguió su marcha. Columbró al fin la choza. Había una ventana mal cerrada, y por ella entró Santa Claus. La vivienda era pobre, aunque limpia; su piso era de tierra y sólo tenía dos habitaciones, una que debía ser la de recibir a la gente, que hacía a la vez el papel de sala, depósito y comedor, y otra en la que estaban el niño que lloraba y su abuela. La anciana, ya muy gastada por los años, dormía sobre una estera de paja. Al oír el ruido, el niño preguntó:
—¿Quién es? ¿Son los Reyes Magos?
No tenía miedo, sino esperanza, la esperanza de que a esa hora los Reyes Magos llegaran hasta el apartado lugar donde él vivía y embellecieran su soledad con el juguete que él les había pedido. Por primera vez desde que recorría la Tierra en su oficio de Santa Claus, don Nicolás sintió que el corazón se le contraía. Una lágrima le tembló en cada párpado; se secó la derecha con la manga, pero la izquierda cayó, rodó hasta el blanco bigote y allí se perdió. Y por primera vez también dijo una mentira.
—Sí, somos los Reyes Magos —aseguró con voz que casi no se oía.
La habitación estaba oscura, pero él adivinó una sonrisa en los labios del niño.
—Gracias, Reyes queridos —respondió el niño en tono conmovedor.
A seguidas se oyeron conversaciones afuera, algo como una discusión, una voz que murmuraba:
—¡Me han hecho gastar mis últimas monedas y ahora no tengo ni con qué pagar el viaje de retorno!
Santa Claus recordó esa voz; le pareció la de un viejo barbudo, de manto azul, que subía a un camello frente al establo de Belén en el momento en que él llegaba allí casi dos mil años atrás. Era el mismo tono inconfundible de hombre de mal humor. Santa Claus se asomó a la ventana y en tal momento volvió a estornudar. Oyó a alguien decir:
—No discutas más, rey Gaspar, que en la choza están despiertos. ¿No oíste el estornudo?
En ésa le pareció reconocer la voz del hombre que llevaba manto amarillo, aquel que le decía al rey malhumorado que debía averiguar a quién pertenecían los tesoros que hallaron en sus camellos. Sí, estaba en lo cierto, no cabía duda de que los que hablaban eran los Reyes Magos. Pero podía estar equivocado. Después de todo, habían transcurrido casi veinte siglos. De todas maneras, Santa Claus tenía que irse ya; y cuando iba a saltar de la ventana se dio de manos a boca con el rey negro. Éste le miró en esa posición inesperada, trepado en la ventana, y en el acto gritó:
—¡Majestades, déjense de discutir y vean quién está allí! ¡Es Santa Claus, el viejo que estuvo en Belén aquella noche! ¿No se acuerdan de él?
—¿Qué me importa a mí quién sea? Lo que yo digo es que el Señor Dios me ha hecho gastar mis únicas dos monedas y ahora estamos en este hoyo sin que sepamos cómo vamos a salir de él.
Está de más decir que fue el rey Gaspar quien habló. En cambio, Melchor inclinó la cabeza con mucha cortesía y se dirigió a Santa Claus con estas palabras:
—Aunque la ocasión resulte desusada, me complace saludarlo, don Nicolás.
El rey negro lo dijo en otra forma. Fue así:
—¡Venga un abrazo, compañero; porque a pesar de que hemos estado cerca de dos mil años sin vernos, usted es nuestro compañero!
De esa manera, y en tan lejano lugar, volvieron a encontrarse, veinte siglos después, los que la noche del nacimiento de Jesús le rindieron homenaje en su pobre cuna de heno. Mientras Baltasar entraba a la choza para dejar el caballito de madera y la carretita a los pies del niño —que ya en ese momento dormía como un bendito—, Melchor y Santa Claus se fueron andando por una senda llena de piedras. Con los brazos cruzados sin moverse de allí, Gaspar rezongaba sin descanso:
—¡Ha sido una injusticia del Señor Dios; ha sido una injusticia! Así lo halló Baltasar, que prácticamente lo arrastró tras sí. Poco después los tres reyes y Santa Claus iban bajando y trepando cerros, cayéndose, levantándose, en una marcha sólo amenizada por los estornudos de Santa Claus y las quejas de Gaspar.
Desde arriba, el Señor Dios los contemplaba. Los veía irse juntos apoyándose entre sí, buscando orientación en medio de la oscuridad.
—Voy a mandar un lucero para que les señale el camino —dijo.
Y a seguidas, como casi dos mil años atrás, llamó a una estrella, una deslumbrante estrella que surcó el firmamento a velocidad increíble para acercarse al Señor Dios, de cuya boca oyó esta orden:
—Vete allá abajo, a la Tierra. Allí hay un sitio que es la frontera entre dos países llamados Estados Unidos y México; cerca de esa frontera van buscando rumbo cuatro tunantes amigos míos. Alúmbrales el camino. Pero atiende bien, porque ustedes las estrellas son tontas, no oyen lo que se les dice y después...
No quiso seguir hablando; sacudió una mano, como indicando que ya estaba dicho todo lo que tenía que decir, y volvió a colocarse de pechos sobre el piso de nubes, la cara en el agujero desde el cual veía hacia la Tierra. Mas he aquí que se durmió. Se durmió un instante nada más.
Y al abrir los ojos vio esta escena:
Por las llanuras de Tejas, tirando de dos cuerdas amarradas a un trineo, iban el rey Baltasar y el rey Melchor; tras el trineo, empujando, uno alegremente, el otro con cara de disgusto, iban Santa Claus y el rey Gaspar. Echado en el trineo se veía el hermoso reno, una de cuyas patas delanteras estaba hinchada. La luz de un naciente sol de invierno iluminaba con pálidos reflejos al curioso grupo. En toda la extensión, las gentes dormían.
—Vaya, vaya, de manera que ahí tenemos juntos a los reyes y a don Nicolás. Se reunieron para hacer feliz a un niño indio y ahora van sudando para aliviar a un reno cojo. No está mal el ejemplo. Ojalá los hombres aprendan la lección y se unan para cosas parecidas.
Eso dijo el Señor Dios. Quería hacerse el humorista porque se sentía conmovido y se daba cuenta de que si no tomaba el asunto a chanza iba a llorar de emoción. Y es el caso que si lloraba sus lágrimas iban a inundar la Tierra; caerían en ella como si se desfondaran las fuentes de los cielos, porque las lágrimas del Señor Dios, que jamás había llorado, debían ser infinitas. Si se pemitía llorar, hombres y animales, valles y montañas se ahogarían, como en los tiempos del diluvio. No; el Señor Dios no lloraría. Pero como estaba emocionado debía hacer algo.
Y se puso a silbar. Silbando se incorporó y comenzó a caminar poco a poco. Sin darse cuenta empezó a danzar. Lo que silbaba era una música celestial, de una finura inconcebible; y su danza era jubilosa y tierna, la danza misma de la felicidad. Abajo, en la Tierra, se oyó aquella música. La oyeron los pajarillos, que entonces despertaban y comenzaban a volar a su ritmo; la oyeron las flores, que en los países fríos se hallaban todavía sin nacer, cubiertas por la nieve, y en los países cálidos estaban mustias.
Y las flores no nacidas, y las mustias, comenzaron a cobrar vida y color, a perfumar el aire, que también danzaba y las hacía danzar. La oyeron Santa Claus y los Reyes Magos que alzaron sus rostros al cielo, sonrieron y dijeron los cuatro a un tiempo:
—Parece que el Señor Dios está contento.
Y la oyó aquel hombre humilde que había regalado a los reyes su caballito y su carretita de madera. Él había llegado a su choza de madrugada, poco antes de que saliera el sol, y había hallado despierta a la anciana madre, una mujer envejecida por los años y por la miseria, de cuerpo mínimo, ligeramente encorvada, cuyos tristes ojos irradiaban bondad.
—Buenos días, mamacita —dijo el hombre.
—Dios me lo bendiga, mi hijo. ¿Cómo te fue?
—Vendí todos los juguetes, menos uno que regalé, y compré maíz y medicinas.
—Falta hacen las dos cosas en esta casa. Dios es bueno. Acuéstate.
—Ahora no. Quiero que le dé la medicina al niño. ¿Cómo sigue?
—Ha estado más tranquilo que anoche. Debe haber delirado algo, porque le oí hablando anoche. Tal vez estaba soñando con los Reyes Magos, el pobrecito.
Clareaba ya, y el hombre entró en la habitación donde dormía su hijo enfermo. Por el tierno rostro moreno se difundía una sonrisa inocente que embellecía en forma indescriptible la miserable covacha de barro. El padre sintió que su corazón aleteaba y se inclinó para besar la pequeña frente.
Pero de pronto vio algo junto al niño; algo que le paralizó. Lo veía y no podía creerlo. Allí había un autito, un regalo de reyes para su hijo, y junto al autito la misma carretita que él había dado horas antes a tres hombres estrafalariamente vestidos, de túnicas y turbantes. Sólo que ahora el caballito y la carretita fulguraban, despidiendo reflejos a la naciente luz del día.
Asustado, tomó la carretita en sus manos y se encaminó hacia la anciana, que desde la otra habitación le miraba con la serenidad soberana de sus años. Quiso llamar la atención de la madre, decir algo, explicarle que aquel era el juguete que él mismo había hecho, pero que ahora era distinto, macizo, pesado, de un metal que él conocía pero cuyo nombre no se atrevía a pronunciar en ese momento, y que brillaba porque estaba recubierto de piedras de valor incalculable.
Pero no se dirigió a la madre, sino que dijo:
—¿Qué es esto, Señor?
Alzó los ojos a la altura, como esperando una respuesta. No hubo respuesta. Lo único que oyó fue una música que bajaba de los cielos, una música que iba envolviéndolo todo, como si las nubes hubieran estado cargadas de jilgueros y éstos cantaran celebrando el nacimiento del sol.
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JUAN BOSCH
AcakSi les gustan los cuentos «BIENVENIDOS/AS» Aquí podrás disfrutar de los mejores cuentos del profesor "Juan E. Bosch" espero les guste. No se olviden de seguirme por favor 🥺💫 La Vega, 30 de Junio 1909 1 de Noviembre 2001 Santo Domingo. «Juan Emili...