Capítulo I
Más arriba del cielo que ven los hombres había otro cielo; su piso era de nubes, y después, por encima y por los lados, todo era luz, una luz resplandeciente que se perdía en lo infinito. Allí vivía el Señor Dios.
El Señor Dios debía estar disgustado, porque se paseaba de un extremo al otro extremo del cielo. Cada zancada suya era como de cincuenta millas, y a sus pisadas temblaba el gran piso de nubes y se oían ruidos como truenos. El Señor Dios llevaba las manos a la espalda; unas veces doblaba la cabeza y otras la erguía, y su gran cabeza parecía un sol deslumbrante. Por lo visto, algo preocupaba al Señor Dios.
Era que las cosas no iban como Él había pensado. Bajo sus pies tenía la Tierra, uno de los más pequeños de todos los mundos que Él había creado; y en la Tierra los hombres se comportaban de manera absurda, guerreaban, se mataban entre sí, se robaban, incendiaban ciudades; los que tenían poder y riquezas y odiaban a los vecinos ricos y poderosos, formaban ejércitos y solían atacarlos. Unos se declaraban reyes, y mediante el engaño y la fuerza tomaban las tierras y los ganados ajenos; apresaban a sus enemigos y los vendían como bestias. Las guerras, las invasiones, los incendios y los crímenes comenzaban sin que nadie supiera cómo ni debido a qué causa, y todos los que iniciaban esas atrocidades decían que el Señor Dios les mandaba hacerlas; y sucedía que las víctimas de tantas desgracias le pedían ayuda a Él, que nada tenía que ver con esas locuras. El Señor Dios se quedaba asombrado.
El Señor Dios había hecho los mundos para otra cosa; y especialmente había hecho la Tierra y la había poblado de hombres para que éstos vivieran en paz, como si fueran hermanos, disfrutando entre todos de las riquezas y las hermosuras que Él había puesto en las montañas y en los valles, en los ríos y en los bosques. El Señor Dios había dispuesto que todos trabajaran, a fin de que ocuparan su tiempo en algo útil y a fin de que cada quien tuviera lo necesario para vivir; y con la claridad del Sol hizo el día para que se vieran entre sí y vieran sus animales y sus sembrados y sus casas, y vieran a sus hijos y a sus padres y comprendieran que los otros tenían también sembrados y animales y casas, hijos y padres a quienes querer y cuidar. Pero los hombres no se atuvieron a los deseos del Señor Dios; nadie se conformaba con lo suyo y cada quien quería lo de su vecino, las tierras, las bestias, las casas, los vestidos, y hasta los hijos y los padres para hacerlos esclavos. Ocurría que el Señor Dios había hecho la noche con las tinieblas, y su idea era que los hombres usaran el tiempo de la oscuridad para dormir. Pero ellos usaron esas horas de oscuridad para acecharse unos a otros, para matarse y robarse, para llevarse los animales e incendiar las viviendas de sus enemigos y destruir sus siembras.
Aunque en los cielos había siempre luz, la lejana luz de las estrellas y la que despedía de sí el propio Señor Dios, se hizo necesario crear algo que disipara de vez en cuando las tinieblas de la tierra, y el Señor Dios creó la Luna. La Luna iluminó entonces toda la inmensidad. Su dulce luz verde amarilla llenaba de claridad los espacios, y el Señor Dios podía ver lo que hacían los hombres cuando se ponía el Sol. Con sus manos gigantescas, El hacía un agujero en las nubes, se acostaba de pechos en el gran piso gris, veía hacia abajo y distinguía nítidamente a los grupos que iban en son de guerra y de pillaje. El Señor Dios se cansó de tanta maldad, acabó disgustándose y un buen día dijo:
—Ya no es posible sufrir a los hombres.
Y desató el diluvio, esto es, ordenó a las aguas de los cielos que cayeran en la Tierra y ahogaran a todo bicho viviente, con la excepción de un anciano llamado Noé, que no tomaba parte en los robos, ni en los crímenes ni en los incendios y que predicaba la paz en vez de la guerra. Además de Noé, el Señor Dios pensó que debían salvarse su mujer, sus hijos, las mujeres de sus hijos y todos los animales que el viejo Noé y su familia metieran dentro de una arca de madera que debía flotar sobre las aguas.
Pero eso había sucedido muchos millares de años atrás. Los hijos de Noé tuvieron hijos, y los nietos a su vez tuvieron hijos, y después los bisnietos y los tataranietos. Terminado el diluvio, cuando estuvo seguro de que Noé y los suyos se hallaban a salvo, el Señor Dios se echó a dormir. Siempre había sido Él dormilón y un sueño del Señor Dios duraba fácilmente varios siglos. Se echaba entre las nubes, se acomodaba un poco, ponía su gran cabeza sobre un brazo y comenzaba a roncar. En la tierra se oían sus ronquidos y los hombres creían que eran truenos.
El sueño que disfrutó el Señor Dios a raíz del diluvio fue largo, más largo quizá de lo que Él mismo había pensado tomarlo. Cuando despertó y miró hacia la Tierra quedó sorprendido. Aquel pequeño globo que rodaba por los espacios estaba otra vez lleno de gente, de enorme cantidad de gente, unos que vivían en grandes ciudades, otros en pequeñas aldeas, muchos en chozas perdidas por los bosques y los desiertos. Y lo mismo que antes, se mataban entre sí, se robaban, se hacían la guerra.
Por eso se veía al Señor Dios preocupado y disgustado; por eso iba de un sitio a otro, dando zancadas de cincuenta millas. El Señor Dios estaba en ese momento pensando qué cosa debía hacer para que los hombres aprendieran a quererse entre sí, a vivir en paz. El diluvio había probado que era inútil castigarlos. Por lo demás, el Señor Dios no quería acabar otra vez con ellos; al fin y al cabo eran sus hijos, Él los había creado, y no iba Él a exterminarlos porque se portaran mal. Si ellos no habían comprendido sus propósitos, tal vez la culpa no era de ellos, sino del propio Señor Dios, que nunca se los había explicado.
—Tengo que buscar un maestro que les enseñe a conducirse —dijo el Señor Dios para sí.
Y como el Señor Dios no pierde su tiempo, ni comete la tontería de mantenerse colérico sin buscarle solución a los problemas, dejó de dar zancadas, se quedó tranquilo y se puso a pensar. Pues ni aún Él mismo, que lo creó todo de la nada, hace algo sin antes pensar en el asunto. Una vez había habido un Noé, anciano bondadoso, a quien el Señor Dios quiso salvar del diluvio para que su descendencia aprendiera a vivir en paz, y resultó que esos descendientes del buen viejo comenzaron a armar trifulcas peores que las de antes del tremendo castigo. Había sido mala idea la de esperar que la gente cambiara por miedo o gracias al ejemplo de Noé; por tanto, el Señor Dios no perdería su tiempo escogiendo castigos ejemplares ni buscando entre los habitantes de la tierra alguien a quien confiarle la regeneración del género humano. Pero entonces, ¿quién podría hacerse cargo de ese trabajo?
El Señor Dios pensó un rato, que podía ser un día, un año, o un siglo, pues para Él el tiempo no tiene valor porque Él mismo es el tiempo, lo cual explica que no tenga ni principio ni fin. Pensó, y de pronto halló la solución:
—El mejor maestro para esos locos sería un hijo mío.
¡Un hijo del Señor Dios! Bueno, eso era fácil de decir pero muy difícil de lograr. ¿Pues qué mujer podía ser la madre del Hijo de Dios? Sólo una Señora Diosa como Él; y resulta que no la había ni podía haberla. Él era solo, el gran solitario; y sin duda si hubiera estado casado nunca habría podido hacer los mundos, y todo lo que hay en ellos, en la forma en que los hizo, porque la mujer del Señor Dios, cualquiera que hubiera sido —aun la más dulce e inteligente— habría intervenido alguna que otra vez en su trabajo, y debido a su intervención las cosas habrían sido distintas; por ejemplo, la mujer hubiera dicho: "¿Pero por qué le pones esa trompa tan fea al pobrecito elefante, cuando le quedaría mejor un ramo de flores?" O quizá habría opinado que la jirafa fuera de patas larguísimas y pescuezo de seis pulgadas. Ocurrió siempre que cualquier mujer convence a su marido de que haga algo en esta forma y no en aquella; y así es y tiene que ser porque ella es la compañera que sufre con el marido sus horas malas, y el marido no puede ignorar su derecho a opinar y a intervenir en cuanto él haga.
Pero el Señor Dios era solitario, y tal vez por eso puso mayor atención en los animales machos que en las hembras, razón por la cual el león resultó más fuerte que la leona, el gallo más inquieto y con más color que la gallina, el palomo más grande y ruidoso que la paloma. Y la verdad es que como El no tenía necesidades como la gente, ni sentía la falta de alguien con quien cambiar ideas, no se dio cuenta de que debía casarse. No se casó, y sólo en aquel momento, cuando comprendió que debía tener un hijo, pensó en su eterna soltería.
—Caramba, debería casarme —dijo.
Pero a seguidas se rió de sus palabras. ¿Con quién podía contraer matrimonio? Además, aunque hubiera con quien, Él estaba hecho a sus manías, que no iba a dejar fácilmente; entre otras debilidades le gustaba dormir de un tirón montones de siglos, y a las mujeres no les agradan los maridos dormilones.
La situación era seria y había que hallarle una solución. Eso que sucedía en la Tierra no podía seguir así. El Señor Dios necesitaba un hijo que predicara en ese mundo de locos la ley del amor, la del perdón, la de la paz.
—¡Ya está! —dijo el Señor Dios; pero lo dijo con tal alegría, tan vivamente, que su vozarrón estalló y llenó los espacios, haciendo temblar las estrellas distantes y llenando de miedo a los hombres en la Tierra.
Hubo miedo porque los hombres, que van a la guerra como a una fiesta, son, sin embargo temerosos de lo que no comprenden ni conocen. Y la alegría del Señor Dios fue fulgurante y produjo un resplandor que iluminó los cielos a la vez que su tremenda voz recorrió los espacios y los puso a ondular. El Señor Dios se había puesto tan contento porque de pronto comprendió que el maestro de ese hatajo de idiotas que andaban matándose en un mundo lleno de riquezas y de hermosuras tenía que ser en apariencia igual a ellos, es decir, un hombre, y que por tanto la madre de ese maestro debía ser una mujer. Así fue como el Señor Dios decidió que Su Hijo nacería como los hijos de todos los hombres; nacería en la Tierra y su madre sería una mujer.
Alegre con su idea, el Señor Dios decidió escoger a la que debía llevar a Su Hijo en el vientre. Durante largo rato miró hacia la Tierra; observó las grandes ciudades, una que se llamaba Roma, otra que se llamaba Alejandría, otra Jerusalén, y muchas más que eran pequeñas. Su mirada, que todo lo ve, penetró por los techos de los palacios y recorrió las chozas de los pobres. Vio infinito número de mujeres; mujeres de gran belleza y ricamente ataviadas, o humildes en vestir; emperatrices, hijas de comerciantes y funcionarios, compañeras de soldados y de pescadores, hermanas de labriegos y esclavas. Ninguna le agradó. Pues lo que el Señor Dios buscaba era un corazón puro, un alma en la que jamás se hubiera albergado un mal sentimiento, una mujer tan llena de bondad y de dulzura que Su Hijo pudiera crecer viendo la belleza y la ternura reflejada en los ojos de la madre. El Señor Dios no hallaba mujer así; y de no hallarla toda la humanidad estaría perdida, nadie podría salvar a los hombres. De una mujer dependía entonces el género humano; y sucede que de la mujer depende siempre, porque la mujer está llamada a ser madre, la madre buena da hijos buenos, y son los buenos los que hermosean la vida y la hacen llevadera.
Iba el Señor Dios cansándose de su posición, ya que estaba tendido de pechos mirando por el agujero que había abierto en las nubes, cuando acertó a ver, en un camino que llevaba a una aldea llamada Nazaret, a una mujer que arreaba un asno cargado de botijos de agua. Era muy joven y acababa de casarse con un carpintero llamado José. Su voz era dulce y sus movimientos armoniosos. Llevaba sobre la cabeza un paño morado y vestía de azul. El Señor Dios, que está siempre enterado de todo, sabía que se llamaba María, que era pobre y laboriosa, que tenía el corazón lleno de amor y el alma pura. El Señor Dios tenía la costumbre de regañar consigo mismo, de manera que en ese momento dijo:
—Debo ser tonto, ¿pues por qué he estado buscando mujeres en las grandes ciudades y en los palacios, si yo sabía que María estaba en Nazaret?
Ocurre que el Señor Dios prefería admitir que era tonto antes que aceptar que de tarde en tarde su memoria le fallaba. Ya estaba algo viejo, si bien es lo cierto que Él había nacido viejo porque desde el primer momento de su vida había sido como era entonces, y desde ese primer momento lo sabía todo y tuvo sobre sí la responsabilidad de la vida, es decir, la de dar la vida, la de poblar los espacios de mundos, y los mundos de seres, de plantas y de piedras, de montañas y de mares y de ríos. Con tantas preocupaciones encima, ¿a quién ha de extrañarle que se olvidara de la existencia de María? La había olvidado, y esa era la verdad aunque Él no quisiera admitirlo. Pero he aquí que acertó a verla y de inmediato la reconoció; en el instante supo que ella debía ser la madre de Su Hijo. Gran descanso tuvo el Señor Dios en ese momento. Los hombres seguían en sus trifulcas, sus guerras y sus rapiñas, y desde allá arriba el Señor Dios oía sus gritos, el tropel de sus caballerías atacándose unas a otras; veía a los reyes ordenando matanzas y celebrando grandes fiestas, a los mercaderes discutiendo a voces y a los sacerdotes de las más variadas religiones dirigiendo los cultos, a los navíos cruzando los mares y a los pastores peleando a pedradas con los leones de los desiertos para defender sus ovejas. Y pensaba El: "Pronto esos locos van a oír la voz de Mi Hijo".
Para el Señor Dios decir "pronto" era como para nosotros decir "dentro de un momento", sólo que el tiempo es para Él muy distinto de lo que es para nosotros. Todavía Su Hijo tenía que nacer, crecer y llegar a hombre. Pero si el Señor Dios había sufrido miles de años las locuras del género humano, ¿qué le importaba esperar unos años más?
Ahora bien, si se quiere que algo esté hecho dentro de un siglo, lo mejor es empezar a hacerlo ahora mismo; y así es como pensaba y piensa el Señor Dios. Además, Él no tiene la mala costumbre de soñar las cosas y dejarlas en sueño. Las mejores ideas son malas si no se convierten en hechos, y el Señor Dios sabía que es preferible equivocarse haciendo algo a quedarse sin hacer nada por miedo a cometer errores. De manera que Él no debía perder tiempo, como no lo había perdido jamás cuando tenía algún quehacer por delante. Y ahora tenía uno muy importante: el de dar un hijo suyo a los hombres para que éstos oyeran por la boca de ese hijo la palabra de Dios.
Sucedía que María estaba casada desde hacía poco. Por otra parte, aunque se hallara soltera, el Señor Dios no podía bajar a la Tierra para casarse con ella. Él no era un hombre sino un ser de luz, que ni había nacido como nosotros ni moriría jamás, a pesar de lo cual vivía y sentía y sufría. Era, como si dijéramos, una idea viva. Lo que Su Hijo traería a la vida no sería su rostro; no serían sus ojos ni su nariz, sino parte de su luz, de su propio ser, de su esencia. Pero para que la gente lo viera y lo oyera debería tener figura humana, y para tener figura humana debía nacer de una mujer. Visto todo eso, no hacía falta que Él se casara con María; sólo era necesario que el hijo de María tuviera el espíritu del Señor Dios. Y eso había que hacerlo inmediatamente.
De vez en cuando el Señor Dios tiene buen humor; le gusta hacer travesuras allá arriba. Esa vez hizo una. Él pudo haber soplado sobre sus manos y decir:
—Soplo, hazte un pajarillo y ve donde está María, la mujer del carpintero José, en la aldea de Nazaret, y dile que va a tener un hijo mío.
Pero sucede que ese día Él estaba de buen humor; y sucede además que Él conocía el corazón humano y sabía que nadie iba a creer a un pajarillo. Por eso se arrancó un pelo de su gran barba, se lo puso en la palma de la mano y dijo:
—Tú vas a convertirte ahora en un ángel y te llamarás el Arcángel San Gabriel. ¡Pero pronto, que no estoy por perder tiempo!
Aquello pareció cuento de hadas. En un segundo el blanco pelo se transformó; creció, le salieron alas, se le formó una hermosa cabeza cubierta de rubios cabellos. Al abrir los azules ojos el Arcángel se llevó el gran susto.
—Buenos días, Señor... —empezó a decir, temblando de arriba abajo.
—Señor Dios es mi nombre, joven —aclaró el Señor Dios—, y para lo sucesivo sepa que soy su jefe, de manera que vaya acostumbrándose a obedecerme.
—Sí, Señor Dios; se hará como Usted manda.
—Empezando por el principio, como en todas las cosas, aprenda buenos modales, salude con cortesía a sus mayores y tenga buena voluntad para cumplir mis órdenes. Atienda bien, porque ustedes los ángeles andan siempre distraídos y olvidan pronto lo que se les dice. No ponga esa cara seria. Es muy importante saber sonreír, sobre todo en su caso, pues usted va a tener una función bastante delicada, como si dijéramos, una misión diplomática.
—No sé qué es eso, Señor Dios; pero en vista de que Usted lo dice, debe ser así.
—Me parece muy inteligente esa respuesta, Gabriel. Creo que vas a ser un arcángel bastante bueno. Ahora, fíjate en esa bola pequeña que va rodando allá abajo. Obsérvala bien; es la Tierra, y allá vas a ir sin perder tiempo.
El Arcángel San Gabriel miró hacia abajo y vio un tropel de mundos que pasaba a gran velocidad, y como él acababa de abrir los ojos, más aún, acababa de nacer, no estuvo atinado cuando señaló a uno de esos mundos mientras preguntaba:
—¿Es aquélla de color rojizo que va allá?
Eso no le gustó al Señor Dios, pues Él nunca había tenido paciencia para enseñar. De haberla tenido no habría pensado en un hijo para que sirviera de maestro a los hombres.
—Jovenzuelo —dijo—, haga el favor de poner atención cuando se le habla, y no tendrá que oír las cosas dos veces. Le he señalado la otra bola, la que está a la izquierda.
El Arcángel Gabriel era tímido. En verdad, no había tenido tiempo de formarse carácter. Le confundió sobremanera que el Señor Dios le tratara unas veces de "tú" y otras de "usted", y se puso a temblar de miedo.
—¡Eso sí que no! —tronó el Señor Dios—. Estás lleno de miedo, y nadie que lo tenga puede hacer obra de importancia. Tampoco hay que tener más valor de la cuenta, como les ocurre a algunos de esos locos que pueblan la Tierra y creen que el valor les ha sido concedido para hacer el mal y abusar de los débiles. Pero te advierto, hijo mío, que la serenidad y la confianza en sí mismo son indispensables para vivir conmigo; no quiero ni a los tímidos, porque todo lo echan a perder por falta de dominio, ni a los agresivos, que van por ahí causando averías, sino a los que son serenos, porque la serenidad es un aspecto de la bondad, y la bondad es una parte de mí mismo. ¿Entiendes?
El Arcángel dijo que sí, pero la verdad es que no entendió palabra; se sentía confundido, sorprendido de lo que le estaba ocurriendo minutos después de haber salido de un pelo de barba. Sólo atinaba a ver el desfile de mundos a lo lejos y a oír el vozarrón del Señor Dios.
—Bueno —prosiguió el Señor Dios—, pues si entendiste ya sabes que esa que te señalo es la Tierra. Vas a irte allá sin perder tiempo; te dirigirás a una aldea llamada Nazaret, que está cerca de un lago al cual los hombres llaman de Genezaret. Aprende bien el nombre para que no cometas errores. En esa aldea de Nazaret vive una mujer llamada María. Hace un momento la vi llevando agua a su casa y tal vez no haya llegado todavía; vestía de azul claro, llevaba un paño morado sobre la cabeza y arreaba un asno cargado de botijos de agua. Te doy todos esos detalles para que no te confundas. Podrás conocería además por la voz, pues su voz es melodiosa como ninguna otra. Si sucede que al llegar tú ya ella se ha metido en su choza, pregunta a cualquiera que veas por María, la mujer del carpintero José; es seguro que te dirán dónde vive, porque la gente de la Tierra es curiosa y amiga de novedades, razón por la cual te ayudarán para después pasarse un mes charlando sobre tu visita a la joven señora. ¿Me vas entendiendo?
—Sí, Señor Dios.
—Entonces queda poco que decirte. Al llegar allá te dirigirás a María con mucha urbanidad, y le dices que Yo he dispuesto tener un hijo y que ella será la madre; que se prepare, por tanto, a ser la madre del Hijo de Dios. Eso es todo. Vete en el acto, que tengo un poco de sueño y antes de dormir quiero saber cómo te irá en tu embajada.
San Gabriel iba a salir cuando se le ocurrió preguntar:
—¿Y si me pregunta cómo va a ser Su Hijo, qué nombre habrá de ponerle, qué oficio tendrá?
—Le dirás que será como todos los hijos de hombres y mujeres y que sólo ha de distinguirse de los demás por la grandeza y la luminosidad de su espíritu; que será humilde, bondadoso y puro; que le llame Jesús y que su oficio será mostrar a la humanidad el camino del amor y del perdón. Le dirás también que está llamado a sufrir para que los demás puedan medir el dolor que hay en la Tierra comparándolo con el que El padecerá y porque sólo sufriendo mucho enseñará a perdonar también mucho.
El Arcángel no esperó más. Sentía que las palabras del Señor Dios henchían su alma, la llenaban con fuerza musical, con algo cálido y hermoso. Se le olvidó despedirse, cosa que el Señor Dios no le tomó en cuenta, porque pensó que no podía aprenderlo todo de golpe. Un instante después San Gabriel veía la Tierra tan cerca que casi podía tocarla.

ESTÁS LEYENDO
JUAN BOSCH
RandomSi les gustan los cuentos «BIENVENIDOS/AS» Aquí podrás disfrutar de los mejores cuentos del profesor "Juan E. Bosch" espero les guste. No se olviden de seguirme por favor 🥺💫 La Vega, 30 de Junio 1909 1 de Noviembre 2001 Santo Domingo. «Juan Emili...