El autobús noctámbulo

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Mi abuelo no era cariñoso, al contrario, era amargado y enojón. Una persona rutinaria, monótona, sin embargo, tenía momentos amables. Había días en que salíamos a caminar al parque, nos sentábamos en una banca y me contaba cualquier historia que se le ocurriera. Unas más creíbles que otras, a veces eran anécdotas. No me importaba que fueran mentiras, sólo me gustaba escucharlo. Nuestro pasatiempo favorito era armar legos; armábamos naves espaciales y autos, nos encantaba perdernos entre tantas piezas, chicas y grandes, luminosas y opacas. Pero un día terminó yendo al hospital, se quedó y nunca salió.

Lo recuerdo a la perfección. Una noche de domingo, las repentinas visitas de mis tíos y primos se me hicieron extrañas; algo andaba mal, aunque nadie decía nada. Sonó el teléfono, todos los adultos reunidos en medio del pasillo de las escaleras. Susurros. Secretismo para que los niños de la casa no escucharan. Tuve un presentimiento. El miedo me recorrió la garganta, y luego ocurrió. Mi abuelo estaba muerto. Fue como recibir un balde de agua helada; no lloré, sólo me quedé de pie sin decir nada. Quería que fuera una mentira y que mi abuelo regresara a tiempo para ver el partido de la temporada, el más importante, pero no ocurrió así. Perdí a mi abuelo a los trece años. La muerte lo reclamó primero. No fui al funeral, no quería ir y no me despedí de él. Dos días después de su deceso vi la urna que contenía sus cenizas; creía que estaba de viaje y que, en cualquier momento, entraría por la puerta con regalos. Leí Harry Potter una y otra vez; los hechizos y dragones era lo único que me mantenía en este mundo sin caer en la tristeza.

Deseaba oír una historia, de esas que me contaba mi abuelo; seguí imaginando aventuras hasta que todo quedó a oscuras. De pronto, yacía boca abajo escuchando el silencio. Estaba sola, aunque no estaba completamente segura de que yo misma estuviera allí. Una luz brillante, lo suficiente para llamar mi atención, venía desde algún punto, un rectángulo fluorescente como una ventana. Me asomé con cautela. Afuera de aquel lugar estaba estacionado un enorme autobús. Yacía en medio de una neblina, aunque no era como las otras neblinas que siempre había experimentado, el vapor nublado no se estaba formando a su alrededor. Luego caí en la cuenta de que era el autobús noctámbulo, el mismo que se mencionaba en Harry Potter. Mi padre me lo regaló un día, sin motivo aparente más que para hacerme feliz, y estaba armado con piezas de lego, de diferentes tamaños y colores. Tardé todo un día en construirlo y era la primera vez que armaba algo sin la compañía de mi abuelo, pero mi esfuerzo había valido la pena. Hasta donde recordé estaba en mi repisa, sobre una base de madera y protegido con una caja transparente de acrílico. Le di la vuelta a todo el autobús observándolo maravillada. Era el mismo, sólo que en grande; me quedé cerca de la puerta trasera, con ganas de subirme y conocer el interior, pero algo llamó mi atención. El abuelo andaba directo hacia mí y lleno de energía, vistiendo prendas de un radical azul medianoche. Abrió los brazos ampliamente, yo corrí a su encuentro para abrazarlo.

—¿Cómo..? Tú estás muerto —dije anonadada; recibí una sonrisa a modo de respuesta.

Él no dijo nada. Subió al autobús y con un gesto me invitó a que hiciera lo mismo. Lo seguí sin saber qué esperar, con demasiadas dudas en mi mente, pero sobre todo, con un sentimiento de nostalgia. ¿Y si era un sueño? ¿Me dolería al despertar? En medio del autobús colgaba un candelabro encendido que iluminaba todo, el conductor era una figura lego que nos saludaba alegremente. Me senté al lado de mi abuelo, esperando a que dijera algo, sin embargo lo único que se oyó fue un estruendo. Miré por la ventana, en medio de la oscuridad pasamos a una velocidad tremenda por una calle irreconocible. Me sentí nerviosa, pensé que en cualquier momento el autobús se estrellaría y se desarmaría. Viajamos a la velocidad del rayo, por un camino rural, entre árboles que se apartaban hasta que se detuvo en seco. Bajó del autobús, lo seguí intrigada y preguntándome en dónde estábamos. Lo primero que vi fue un gran techo abovedado de cristal que brillaba bajo la luz del sol. Tal vez era un palacio, un castillo; mi abuelo caminó lentamente, en mi mente se fueron formulando miles de interrogantes. Comenzó a contarme todas esas anécdotas que me había contado alguna vez, otras que nunca me contó. Las disfruté cada una como si fuera la primera vez que las oía. Me fascinaba escucharlo, saber que de alguna forma era real. El camino parecía interminable, al igual que las historias. Deje de preocuparme por el tiempo, sólo quería disfrutar de ese momento hasta que de sus labios salió una frase dolorosa: «Tengo que irme».

—¿Esto es un sueño? —pregunté. Me miró sonriente mientras que una reluciente neblina descendía de nuevo e iba ocultándole el cuerpo hasta que lo perdí de vista.

Los sonidos regresaron. La noche llegó acompañado del resplandor de la luna, el parque estaba en soledad. La banca en la que me senté brillaba por las gotas de agua que caían estrepitosamente. Llovía. Me gustaba cada que pasaba ese fenómeno meteorológico. No podía quitar de mi cabeza la aparición tan repentina del abuelo. Estaba empapada y tenía que ir a casa. Comencé a caminar, observando a las pocas personas correr por las calles para refugiarse de la lluvia. Cada aventura contada llenó un vacío que dejó su partida. Seguía sin importarme si eran verdad o mentira, sólo quería que el mundo las escuchara al igual que yo lo hice. Siempre quiso que hiciera algo bueno con mi vida y terminé escribiendo; podía sentirse en paz al saber que sus historias no caerían en el olvido. 

De andanzas a memoriasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora