Rechazo

16 1 0
                                    

Santuario...

Aspros había muerto. Defteros se había liberado de su maldición convirtiéndose en el asesino de su propio hermano. Y él, Asmita, se había quedado más solo de lo que nunca había estado en su vida. Había cumplido con su deber. Había acatado las órdenes del Patriarca y había urgado en las heridas internas de Defteros para arrancarle todo el mal que estaba carcomiendo su alma desde hacía demasiados años. Había sabido de antemano que no iba a ser una misión fácil. Había estado días sumido en profundas meditaciones para despojarse de todo sentimiento, de todo deseo. De todo sufrimiento. Se había preparado a consciencia para ser digno del nombre que le había impuesto el Santuario. Para ser El hombre más cercano a Dios y actuar en consecuencia. Se había sumergido en el Óctuple Noble Sendero, el camino que conduce al cese del sufrimiento...sólo así podría llevar a cabo su misión sin vacilar. Y lo había logrado impecablemente.

Asmita sabía que esa misión le alejaría de Defteros. Intentó estar más allá de los sentimientos que lo acercaban a ese hombre herido en cuerpo y alma. Pero no contaba con el dolor que le estrujaría por dentro al saberse menospreciado, ignorado...insultado por la única persona que se había hecho con un lugar en su corazón. Por la única persona que él había permitido acercarse más de lo justo y necesario. Y en ese preciso momento empezó a pagar por tal atrevimiento. Se maldijo por dejar que su alma se hubiera rendido frente unos sentimientos que no estaban permitidos a alguien que debía estar por encima de ellos.

El Caballero de Virgo abandonó la ensangrentada Sala Patriarcal sin decir una palabra. Se dirigió hacia su templo sumido en el mismo silencio que le había embargado desde que Defteros se había ido. Luchando desesperadamente para vaciar su mente. Incapaz de dejar de pensar en Defteros. Añorando su presencia desde ese preciso momento. Y fue allí, en ese instante, que recordó las palabras de una infantil Athena, aún sin despertar en el cuerpo de la pequeña Sasha, que le confiaron con toda la dulzura del mundo que no le importaba sufrir si así recordaba día tras día, la promesa que compartía con sus amigos. Ella no evitó el sufrimiento teniendo toda la capacidad para hacerlo. Su dolor era lo que la mantenía unida a lo que la había llenado de vida. Y no fue hasta ese instante que esas infantiles palabras empezaron a tomar sentido en la mente de Asmita.

Al entrar en su templo, al fin cobijado por la aplastante sobriedad de esas paredes, sintió cómo una inmensa frustación se cernía sobre él. Una tremenda ira le recorría el pecho y luchaba para ser liberada. En contra de su rectitud. En contra de su naturaleza tranquila y distante de toda emoción. Se adentró a sus aposentos privados y sus manos se apoyaron sobre la gran mesa donde descansaban los últimos libros que Defteros se había olvidado allí. Dónde reposaban sus exquisitos juegos de té donde degustaba los sabores de sus añoradas tierras natales. La respiración, que había mantenido en calma hasta ese momento, empezó a descontrolarse, y la ira se fue extendiendo hacia sus brazos. Apretó sus cerrados párpados con fuerza mientras las últimas palabras que Defteros le había dirigido se repetían sin cesar en su mente. Y no pudo soportarlo más. La ira salió despedida por sus manos, que lanzaron al suelo todo lo que estaba posado sobre esa pulcra mesa. Barriéndola por completo. Escuchando cómo la delicada porcelana se rompía en mil pedazos. Igual como lo había hecho su alma momentos antes. Con la misma rabia empezó a despojarse de su armadura manchada de sangre. De la sangre de Defteros. O de Aspros. O de ambos. Las piezas que conformaban la armadura de la Virgen fueron cayendo al suelo, sus dedos se arrancaban cada parte con desesperación, lanzándolas lejos de él, como si el oro quemara sobre su piel. Su torso quedó completamente desnudo, y su largo cabello rubio se desparramaba por su espalda, acariciándola suavemente. La ira...la rabia y desesperación...esas terribles emociones tan impropias del Caballero más cercano a Dios habían tomado el control de su consciencia, rebajándolo al nivel más terrenal de todo ser humano. ¿Pero no era éso al fin? ¿No era un hombre tan mortal como todos? Claro...lo era...aunque únicamente los muros de su frío templo fueran testigos de ello.

Sueños tras el metalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora