VI

224 24 3
                                    


Qué maravilla son los momentos de shock, cuando parece que el mundo se detiene y luego debe recuperar el tiempo perdido a gran velocidad.




Pudo verlo a la perfección, a cámara lenta. El rostro alegre de Alfred, sus ojos azul brillantes iluminados con la luz de la luna, se ha quitado los anteojos para secarse las lágrimas, le estaba mirando, y el semblante del muchacho pasó del júbilo al horror absoluto.

Fue raro, le gustó. Ver detenidamente como esa sonrisa se iba perdiendo y se convertía en una expresión de temor, le gustó.

Acaso... ¿te dolería perderme?

—¡I-idiota! ¡¿QUÉ HACES?! —se escuchó la asustada voz de Alfred.

Todo lo demás, sucedió tan rápido.

Las piernas de Pedro le fallaron, sus pies patinaron en la piedra lisa, sintió su cuerpo caer hacia atrás, una sacudida violenta y en su brazo la sensación de una descarga eléctrica, como un latigazo.

Cuando salió del shock, se dio cuenta que estaba firmemente atrapado entre los brazos de Alfred quien se había abalanzado hacia él, jalándole con fuerza e impidiendo así su caída. Había evitado una desgracia. Le salvó la vida.

Le dolía el trasero, pero evitó quejarse en ese momento, había caído sentado sobre la barandilla de piedra, con las piernas abiertas; Alfred se encontraba entre ellas, sus anteojos perdidos en algún lugar en el piso de la terraza, y le abrazaba apretándole hacia él. Las respiraciones agitadas, y los pechos pegados uno contra el otro, pudiendo sentir sus corazones acelerados.

Pedro esperó hasta tranquilizarse, que los latidos de su pecho disminuyeran, recuperar la compostura para no sentirse tan humillado por la torpeza de su arrebato, y poder zafarse del agarre de su acompañante. Pero tan pronto como su corazón recuperó su cadencia habitual, este nuevamente empezó a avivarse al sentir los peculiares movimientos del joven que lo tenía en sus brazos.

Sin ningún aviso, Alfred enterró su rostro en el hueco que se creaba entre el cuello y hombro de Pedro; posó su nariz detrás de la oreja del otro chico y aspiró suavemente.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó consternado el moreno.

—Nada. —Su voz sonó profunda y grave, muy diferente a su timbre habitual.

Pedro pudo percatarse de las manos de Alfred metiéndose hábilmente en su saco, apretando y arañándole levemente su chaleco por la espalda. Era obvio que el chico quería sentir más plenamente su piel, parecía que estaba actuando más por instinto que a plena consciencia, y eso le puso nervioso.

—Suéltame.

—Te caerás —murmuró cerca de su oreja.

—Bájame, llévame adentro, por favor.

—No, estás ebrio. Necesitas aire fresco, aquí estamos bien.

Pedro intentó separarse, pero pronto reparó en la pesadez de sus extremidades, no podía levantar los brazos, mucho menos podría mantenerse de pie.

—Alfred...

—Estás ebrio —repitió. —Eres un tonto, podrías haber caído —riñó apretándole contra su cuerpo.

—No lo vuelvo a hacer —se excusó. Y su voz salió como la de un chiquillo que hubiese estado jugando bajo la lluvia y ahora sufría de fiebre a consecuencia.

Alfred exhaló aire -una pequeña risa nasal-, complacido por la respuesta. Su agarre se volvió más suave, y sus dedos ahora acariciaban juguetonamente la espalda del moreno por sobre la tela.

Instinto NaturalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora