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¿Cómo sucedió esto?

¿Qué pasó exactamente?

¿Cómo era posible que en un momento estuviese riendo y charlando con el príncipe Carlos de Cuba mientras bebían a escondidas, y ahora se encontraba en los brazos de Alfred?

Soy un idiota.





—Es un idiota.

—¿Eh?

—¿Recuerdas aquella ocasión en que te prohibió invitarme a tu cumpleaños?

Pedro carcajeó a mandíbula abierta echando la cabeza hacia atrás, estaba de buen humor, y por supuesto recordaba esa anécdota. Fue una fortuna haberse encontrado con Carlos camino a la mesa de vinos, un poco de alcohol y buena compañía era justo lo que necesitaba para olvidar su singular malestar pasado.

Ambos chicos se habían escabullido en un desolado salón, lleno de pinturas y fotografías de antiguos miembros de la familia Da Silva. Acomodados en los sillones de la sala a oscuras, iluminada ligeramente por las luces que se colaban de los enormes ventanales que daban vista al exterior del palacio, y con las bebidas que habían tomado sin permiso, platicaban de uno de los temas favoritos del cubano, hablar pestes de Alfred F. Jones.

—Sí, iba a cumplir 9 años. Al parecer no pasaste su "sello de aprobación".

—Él tampoco ha pasado el mío —dijo Carlos con el ceño fruncido apurando el vino de su copa.

—Interesante, ¿así que todos estos años de aborrecimiento se resumen a un rencor de la infancia? —se burló Pedro.

—No, sabes a lo que me refiero Pedro, el tipo me da mala espina... es... raro. Eso sin mencionar que siempre quiere acapararte.

Pedro se limitó a sonreírle de forma cálida, Carlos en ocasiones le recordaba tanto a Itzel, ambos tan honestos y transparentes en sus emociones. Tan protectores. Ese muchacho corpulento, de nariz aguileña, cabello crespo, y que aparentaba más edad de la que realmente tenía, era de los pocos que realmente le despertaban ese sentimiento fraternal de entre los chicos de Latam. Era alguien a quien no sentía tan lejano.

—Vaya, no vas a negármelo.

—Él es así con todo, solo es caprichoso —respondió Pedro alzando los hombros quitándole importancia al asunto. —Recuerdo una vez que quiso un potro que mi padre me había regalado, mi viejo estuvo dispuesto a obsequiárselo, dijo que era un acto de buena voluntad y "diplomacia". Pero, una tarde que le habíamos invitado a montar, se dio cuenta que era arisco con todos excepto conmigo, apenas se sentó en la silla, mi caballo comenzó a relinchar y se encabritó. Alfred se fue de bruces contra el suelo, obviamente ya no le quiso. Después me confesó que solo fingió interés por él para molestarme, sabía que mis padres se lo regalarían si lo deseaba, aunque fuese mío.

—¿Y le creíste?

—¡Por supuesto! Su familia tiene decenas de corceles en su rancho de Nuevo México, solo quería fastidiarme. —La mirada de Pedro se perdió en el borde de su copa, donde su dedo anular se deslizaba haciendo círculos. —Es lo mismo conmigo... no es un interés genuino... quiere molestar a Itzel, a Matt, a ti, qué se yo.

La voz del muchacho sonó más amarga de lo que hubiese deseado, se mordió los labios, apenado de haber sido tan sincero. Sabía muy bien que Alfred estaba destinado a grandes cosas, su futuro era brillante, iba a relacionarse con personas y naciones de primer nivel. Su familia, su reino y ahora su posición como alfa le marcaron ese camino.

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