La timidez no era el rasgo más característico de Stephanie. Su mayor cualidad, la que la definía como persona, era la compasión, algo que no había heredado de sus padres. Su padre, aunque era un hombre decente, tenía tendencia a ser rígido e inflexible. Su madre, ya fallecida, no había mostrado compasión hacia nadie en toda su vida, ni siquiera hacia su única hija. Joseph Rogers era hombre de pocas palabras, pero bastante popular y, en general, apreciado por sus vecinos. Era conserje en la Universidad de Susquehanna y jefe de bomberos de Selinsgrove, Pensilvania. Dado que el departamento de bomberos estaba formado íntegramente por voluntarios, Joseph y el resto de sus compañeros estaban de guardia permanente. Se sentía orgulloso de su responsabilidad y le dedicaba mucho tiempo y energía, lo que implicaba que no paraba mucho en casa, ni siquiera cuando no había ninguna emergencia. La noche del primer seminario de Stephanie, la llamó por teléfono desde el parque de bomberos, contento al ver que por fin respondía al móvil. -¿Cómo van las cosas, Steph? -le preguntó. Su voz, poco dada a sentimentalismos, la confortó igualmente, como si fuera una manta.
Stephanie suspiró. -Bien. El primer día ha sido... interesante, pero bien. -¿Cómo te tratan esos canadienses? -Muy bien, son muy amables. «Son los americanos los que son unos desgraciados. Bueno, un americano para ser más exactos.» Joseph se aclaró la garganta un par de veces y Stephanie contuvo el aliento. Gracias a sus años de experiencia, sabía que su padre se estaba preparando para decir algo serio. Se preguntó qué habría pasado. -Cariño, Anna Jarvis ha muerto hoy.
Stephanie se incorporó en la cama y se quedó mirando el vacío.-¿Me has oído? -Sí, sí, te he oído. -El cáncer volvió con fuerza. Todos pensaban que estaba bien, pero la enfermedad volvió sin avisar y, cuando se dieron cuenta, ya se le había extendido a los huesos y al hígado. Jarvis y los chicos están muy afectados. Stephanie se mordió el labio inferior y ahogó un sollozo. -Sabía que te dolería. Era como una madre para ti, y Virginia y tú siempre fuisteis tan buenas amigas... ¿Te ha dicho algo?
-No... no me ha llamado. ¿Por qué no me dijo nada? -No sé cuándo se enteró la familia de que había vuelto a recaer. He pasado por su casa hace un rato y Anthony ni siquiera había llegado. Estaban enfadados con él. No sé cómo lo recibirán cuando llegue. Hay mucho rencor en esa familia -añadió su padre, renegando en voz baja. -¿Vas a mandar flores? -Sí, supongo. No se me dan bien estas cosas, pero puedo
pedirle a Deb que me ayude.
Deb Lundy era su novia. Stephanie puso los ojos en blanco al oír su nombre, pero se guardó su opinión.
-Dile que envíe alguna cosa de mi parte, por favor. A Anna le encantaban las gardenias. Y pídele que firme la nota en mi nombre. -Descuida, lo haré ¿Necesitas algo? -No, estoy bien.
-¿Dinero? -No, papá. Con la beca me basta si voy con cuidado. Joseph guardó silencio. Antes de que volviera a hablar, Stephanie ya sabía qué iba a decir.
-Siento lo de Harvard. Tal vez el año que viene...
Stephanie enderezó la espalda y se obligó a sonreír, aunque su padre no pudiera verla. -Tal vez. Hasta pronto, papá. -Adiós, cariño.
A la mañana siguiente, Stephanie se dirigió a la universidad un poco más despacio que el día anterior. El iPod la aislaba del exterior y en su cabeza iba redactando un correo electrónico de pésame y de disculpas para su amiga Virginia, escribiéndolo y corrigiéndolo mentalmente mientras caminaba. La brisa de setiembre era cálida en Toronto. A Stephanie eso le gustaba. Le gustaba estar tan cerca del lago. Le gustaba la luz del sol y la amabilidad de la gente. Le gustaba estar en Toronto en vez de en Selinsgrove o Filadelfia. Y, sobre todo, le gustaba la sensación de estar a cientos de kilómetros de distancia de él. Sólo esperaba seguir así mucho tiempo. Cuando entró en el Departamento de Estudios Italianos para ver si había recibido alguna carta, seguía redactando en su mente el correo para Virginia. Alguien le dio un golpecito en el codo y entró en su campo de visión. Stephanie se quitó los auriculares. -James..., hola. Él sonrió desde las alturas. Stephanie era menuda, sobre todo cuando llevaba zapatillas deportivas, y apenas le llegaba al pecho. -¿Qué tal fue la reunión con Stark? -le preguntó el joven, cambiando la sonrisa por una mirada de preocupación. Ella se mordió el labio inferior, una costumbre de cuando estaba nerviosa. Debería dejar de hacerlo, pero no podía, básicamente porque no era consciente de ello. -Ah..., al final no fui. James cerró los ojos y negó con la cabeza. -Eso no es bueno. Stephanie trató de justificarse. -La puerta de su despacho estaba cerrada. Creo que estaba hablando por teléfono... No estoy segura. Le dejé una nota.
James vio que sus delicadas cejas se unían con preocupación. Le dio lástima y maldijo a El Profesor por ser tan cáustico. Stephanie aparentaba ser una persona frágil a la que era fácil lastimar y Stark no parecía darse cuenta del efecto que causaba en sus alumnos, así que decidió ayudarla.
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EL INFIERNO DE ANTHONY
Roman d'amourAdaptación de uno de mis autores favoritos, es una novela profunda y sugerente, llena de intriga seducción y perdón.